Pobra
Las mujeres sufren los niveles más altos de precariedad y exclusión
El 13 de octubre, firmado por Inma Ruiz Molinero, apareció en las páginas de este periódico un artículo sobrecogedor. En él se señalaba que España es un país de pobreza consistente, es decir, un país en que los ingresos están relacionados con las privaciones materiales. Se contaban historias de personas que solo se vestían con ropa regalada, pocas veces comían carne y no podían permitirse unas vacaciones. Historias de pobres y, sobre todo de pobras, que trabajan y no llegan a un mínimo de dignidad económica porque sus condiciones laborales, en general, y sus salarios, en particular, no les llegan ni para mantener sus hogares caldeados ni para permitirse “lujos” en una sociedad en la que no poder consumir se parece mucho a no poder vivir. El hecho de que España se sitúe en la posición 25 de los países europeos más vulnerables, solo por encima de Letonia, Estonia y Rumania, no concuerda con nuestro PIB. De lo cual puede deducirse que las “alegrías” de los marcadores macroeconómicos no encuentran un correlato en las alegrías microeconómicas de familias que si compran una botella de refresco no pueden comprar dos. La pregunta es dónde se queda el dinero. El dinero flota. La pregunta es por los vasos comunicantes. Los coladores. Las tuberías con fugas. La pregunta puede tener una respuesta terrorífica y a la vez nos hace entender la oportunidad de esos anuncios donde los clientes de un supermercado hacen la compra empujando con el brazo todos los productos de una estantería. Directos al carrito. La publicidad enfoca nuestras carencias y las convierte en sueños. El estrés que nos produce llagas en la boca se metamorfosea en alimentos ácidos y cortantes que, sobre la mesa, nos gritan: “Tiene una llaga, tiene una llaga”. Nosotros somos un dibujo animado que se aplica un ungüento maravilloso para aliviarnos el escozor. Pero la carne tarda más en cicatrizar que el plástico o el holograma. Ningún producto es tan mágico ni tan eficaz.
En estas circunstancias, las mujeres sufren precariedad, vulnerabilidad y riesgo de exclusión social en unos porcentajes alarmantemente más altos que los de los hombres. El 40% de las mujeres entre 46 y 55 años carecen de ingresos propios o ganan menos de 535 euros al mes. El trabajo doméstico no se considera trabajo. La tasa de paro es mayor en la población femenina, así como la de trabajo temporal no deseado. En la vejez, cuando más ayuda y protección necesitamos, casi un tercio de las mujeres carece de ingresos o no llega a los citados 535 euros. Mi vecina a ratos se va a vivir con su hija y a ratos mantiene en su vivienda a su otro hijo, un parado de larga duración, que la vuelve loca. Porque a menudo, cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana y las articulaciones duelen más que de costumbre y una va al médico para que le receten pastillas contra el insomnio y pide el ingreso voluntario en una casa de salud con el argumento: “Ingréseme, que en mi casa me dicen que estoy loca”. En estas circunstancias, intentar replantearse las pensiones de viudedad no sería una decisión muy oportuna. Tampoco sería muy sensato concluir que el feminismo es una cuestión de puritanas histéricas o que desdibuja las verdaderas causas de una acción política eficaz. Sería incluso tan malintencionado como olvidar a las mujeres muertas por violencia machista o como desvincular la economía de la desigualdad por razón de género. Esto no es una victimización publicitaria. Esto es Historia e historias. Cultura. Sociología. Economía, por supuesto. Feliz Día de las Escritoras.
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