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Columna
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Villarejo, Sánchez y los diez negritos

La posición insostenible de la ministra Delgado contagia la epidemia ministerial al caso Duque

Dolores Delgado, el pasado miércoles, en la sesión de control del Gobierno.
Dolores Delgado, el pasado miércoles, en la sesión de control del Gobierno.Luis Sevillano (EL PAÍS)

Ya le gustaría a Villarejo someter a la Corona y al Gobierno con su repertorio de psicofonías, pero el poder hiperbólico que le atribuyen sus adversarios tanto refleja la abstracción de las cloacas como implica una derivada estratégica: más grande es el monstruo, mejor puede compadecerse a sus víctimas y protegerlas de su propia negligencia.

Es el camino que ha emprendido Pedro Sánchez para custodiar a la ministra de Defensa. Y para exponerla como mártir oportunista del Mefistófeles cañí. El desprestigio de Villarejo se utiliza para encubrir los errores en que ha incurrido Dolores Delgado. Sánchez no puede permitirse un nuevo sacrificio ni convertir su gabinete en la subtrama política de los Diez negritos, pero el plan de salvamento a medida tanto se ha resentido del contratiempo de un nuevo incendio —Pedro Duque— como se antoja precario en la dialéctica ventajista del mal contra el bien.

¿Por qué debería dimitir Dolores Delgado? En primer lugar porque ella misma representa un problema de credibilidad. La modulación de sus versiones sobre los vínculos accidentales o lúdicos con Villarejo implican tanta improvisación como frivolidad y embustes.

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El segundo motivo —o el primero— consiste en el peligro de las grabaciones pendientes. Producciones Villarejo las distribuye a su antojo, descontexualizadas, extemporáneas, pero los contenidos se han demostrado letales. Y pueden seguir siéndolo como un arsenal de bombas temporizadas.

La tercera razón —o la primera— radica en el vacío que han creado en torno a la ministra no ya unos cuantos exponentes socialistas sino los principales aliados de la coalición parlamentaria. Iglesias y Rufián han exigido la cabeza de Dolores Delgado en el umbral de los Presupuestos. Y han planteado además, con razón, que el monstruo de Villarejo no era un chacal solitario, sino un roedor que operaba en un hábitat de abyectas connivencias con la política, las finanzas, la prensa y la farándula.

El cuarto motivo —o el primero— consiste en la ejemplaridad. Pedro Sánchez había establecido unos criterios de escrúpulo ético y de responsabilidad que la ministra ha contravenido con sus boutades y tergiversaciones. El camino de perfección que ya hizo descarrilar a los ministros de Cultura y de Sanidad se ha transformado en el Gólgota de Delgado. Y complica incluso la situación del ministro Duque, cuyo amateurismo lo hizo protagonista de una rueda de prensa angustiosa.

Y no sólo por el bizantinismo de sus explicaciones, sino por la inquietud de las trampas que se ponía a sí mismo, hablando de autoalquileres, burbujas y sociedades instrumentales promocionadas por el Gobierno. El problema del ministro Duque es la regla de oro que Pedro Sánchez fijó en 2015: “Si alguien de mi partido crea una sociedad para pagar menos impuestos, al día siguiente está fuera”.

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