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Columna
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Cierre en falso

La ocultación de la pederastia en la Iglesia pervive hasta hoy

David Trueba
El papa Francisco
El papa FranciscoASSOCIATED PRESS

En la película chilena El club, un grupo de sacerdotes apartados de sus parroquias por abusos a menores parecen llevar una vida residencial del todo apática. Sin embargo, una de sus víctimas les ronda. Chile fue el epicentro de la caída del caballo del papa Francisco sobre los abusos a menores por parte de sacerdotes. Tras su viaje al país, se vio obligado a rectificar y ordenar la dimisión generalizada de la jerarquía eclesial para purgar las complicidades en conductas tan dañinas. Resulta estremecedor conocer, de tanto en tanto, informes de causas generales en territorios lejanos donde se exponen miles de casos de abusos en la Iglesia. Al filo de esta revisión ha llegado como una gota apenas ruidosa la condena al sacerdote Chema Ramos Gordón por abusar de dos hermanos cuando era profesor en el seminario menor de La Bañeza durante el curso 1988-1989. Desde el Vaticano lo han retirado a un monasterio y le han privado del ejercicio público del sacerdocio durante 10 años.

La errónea prescripción de estos casos ha impedido actuar a la justicia civil. Al mismo sacerdote se le han reconocido abusos durante su etapa anterior como educador en un colegio diocesano de Puebla de Sanabria. Para entender la impunidad con la que actuaban estos abusadores hay que comprender la situación de algunos centros educativos religiosos dentro del imaginario colectivo de una democracia que se consolidaba paso a paso. Para empezar, cuando los chicos denunciaban los abusos a los responsables máximos del centro no encontraban ni alivio ni comprensión, sino el castigo, la marginación y el chantaje para que mantuvieran el silencio. Es ahí donde las investigaciones vaticanas se topan con un muro difícil de derribar. Los cómplices necesarios, las ocultaciones, la nula empatía de jerarcas que preferían el daño y la tortura a unos pocos antes que ver ensuciada la reputación de su clan.

La segunda pieza de esta vía dolorosa para los chavales era que dentro de la institución escolar los compañeros no eran amigos ni aliados, eran bestias gregarias que entendían que la víctima de los abusos era también culpable. Culpable por no ser duro, por no rebelarse, por dejarse humillar. Y procedían, desde el alma repugnante del rebaño, a insultarlos y vejarlos. Y la tercera pata del horror perfecto eran los hogares, muchos de ellos lejanos y dominados por padres incapaces de entender un asunto tan perverso. Procedían en muchos casos de experiencias de sumisión social abonadas durante la posguerra, por lo cual los chicos no podían recurrir a ningún espacio de alivio y regeneración. Quizá todo esto mirado desde nuestros días resulta increíble, pero el país funcionaba así. Y en ese caldo, los abusadores eran intocables.

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Lo irracional es que ese sistema de ocultación e impunidad pervive hasta hoy. El sacerdote pederasta ahora condenado se despidió de su última parroquia con un homenaje vecinal. El obispado ocultó a sus fieles la trayectoria que tan bien conocía, convencidos que ni el Vaticano ni nadie humano alcanzaría a castigar al culpable ni a rozar a los responsables de trasladarlo de plaza escolar en plaza escolar cuando precisaba de nuevos niños a los que convertir en presas. Hay que cambiar la ley para amparar a las víctimas que vieron sus infancias convertidas en un infierno duradero. La leve pena eclesial al culpable tampoco debería esquivar una indemnización económica a las familias heridas. Es un asco viscoso resuelto de muy mala manera.

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