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Una tribu de indios amenazada por las drogas y el cambio climático

Los yurok, que llevan siglos viviendo al norte de California, compran bosques que les pertenecieron para conservarlos y vender bonos de carbono

Javier Kinney, miembro del consejo de gobierno de la tribu Yurok, en un bosque de secuoyas de la reserva.
Javier Kinney, miembro del consejo de gobierno de la tribu Yurok, en un bosque de secuoyas de la reserva.PABLO LINDE
Pablo Linde

Javier Kinney, cuerpo robusto y piel canela, pasea por un bosque de enormes secuoyas ataviado con traje y corbata negras, camisa blanca, gafas de sol y una trenza que le cae hasta la mitad de la espalda. La estampa bien podría servir de metáfora sobre el pueblo yurok, una comunidad indígena asentada durante siglos en el norte de California que hoy se adapta a los tiempos sin renunciar a su comunión con la naturaleza. Durante años sufrieron el acoso de la civilización en forma de un genocidio que diezmó a tres cuartas partes de su población. Las amenazas para las alrededor de 6.000 personas que la forman hoy tienen otras caras: desempleo, opiáceos, alcohol, cambio climático...

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La gente que vive río abajo, que eso quiere decir yurok en la lengua nativa, ni conserva el idioma —que solo dominan unos pocos— ni habitan necesariamente la ribera del Klamath. Hoy solo un millar moran en lo que es considerado oficialmente la reserva, mientras el resto se dispersa en otras ciudades del país o alrededor del vasto territorio que un día fueron sus tierras, pero que ya, en buena parte, no les pertenecen. El Gobierno de los Estados Unidos reconoció como reserva, aproximadamente, una milla hacia cada lado del río, a lo largo de 42. Pero hace algo más de un lustro, la tribu, como ellos mismos se denominan, decidió recuperar lo que fue suyo.

El cambio climático, que es una de las grandes amenazas para los nativos, se ha convertido en un aliado indirecto para lograrlo. La estrategia pasa por vender bonos de carbono, un mecanismo internacional propuesto en el tratado de Kioto para reducir las emisiones. En resumen, una empresa con una actividad contaminante puede comprar derechos de emisión a otra institución que los atrape para mitigar el daño que causa. Y las secuoyas que pueblan las montañas de los yurok son tremendamente eficaces a la hora de captar dióxido de carbono.

Desde 2013 han comprado más de 20.000 hectáreas con la intención de asegurar su protección. En este tiempo, han emitido 2,3 millones de bonos, cada cual equivale a la captura de una tonelada de CO2. Son reacios a aportar cifras sobre las ganancias, pero al precio de mercado, esto equivale a varias decenas de millones de euros. “Puede parecer mucho dinero, pero comprar las tierras es costoso y también tenemos que invertir en mantenimiento, por contrato”, aclara David Gensaw, vicepresidente del Gobierno yurok, que en muchos aspectos funciona como una nación dentro de una nación, con sus propias reglas, incluso su propia justicia. Aunque hace poco abrieron un pequeño casino, que es una de las principales fuentes de financiación de muchas tribus en California, esto de momento apenas les reporta beneficios. Sus planes van por otro lado: pasan por gastar 50 millones más en tierras en los próximos años. La idea es ir invirtiendo lo que les reportan los bonos en comprar cada vez más bosque para así protegerlo de la deforestación que ha sufrido buena parte de su territorio.

Desde 2013 han comprado más de 20.000 hectáreas con la intención de asegurar su protección. En este tiempo, han emitido 2,3 millones de bonos de carbono

Quizás no les gusta hablar de estas mareantes cifras porque pueden no entenderse bien en una comunidad en la que las tasas de paro pueden alcanzar el 80%, con enormes problemas sociales que tienen en el alcohol y las drogas sus mayores exponentes. Un reciente artículo en la primera página de la sección nacional de The New York Times presentaba esta cruda realidad, haciendo hincapié en las enormes tasas de consumo de opiáceos, un mal que afecta a todo el país, pero que se ceba con este grupo. Abby Abinanti, primera mujer indígena graduada en derecho en California (en 1974), exjuez en este estado y dedicada ahora a impartir justicia en la tribu, reconoce esta realidad: “No sabemos exactamente el número, pero son cientos las personas adictas a estos fármacos. El problema de ese artículo es que culpabiliza a los enfermos. Estas personas tienen un problema porque les prescribieron ciertos medicamentos y las farmacéuticas no están responsabilizándose”. De hecho, han demandado a las compañías para que se hagan cargo de los tratamientos de desintoxicación. “Además, esperamos una indemnización que invertiremos en comprar más tierras”, asegura la juez.

Las enormes secuoyas que habitan la ribera del río Klamath están cubiertas por la neblina a primera hora de la mañana.
Las enormes secuoyas que habitan la ribera del río Klamath están cubiertas por la neblina a primera hora de la mañana.P. L.

El trabajo de esta mujer de pelo largo y cano, además de asesorar legalmente a la tribu en temas como el de los opiáceos, es mediar en los conflictos que se presentan. “Teníamos un sistema de justicia que fue destruido. Ahora tratamos de desarrollar principios con esos valores, pero adaptándolos a los nuevos tiempos: no puedes volver atrás ni quedarte como estabas, porque hemos evolucionado”, explica Abinati. Su tarea aquí dista de la que hacía en el juzgado como magistrada: “En la corte pregunto al acusado si ha cometido un delito y me responde que no. Aquí le digo: ‘Has hecho esto, ¿cómo vamos a arreglarlo?’. Es más bien un diálogo. En la corte hay un perdedor y un ganador. Aquí todos vivimos en el mismo sitio, mejor que cuando los dos salgan de mi oficina estén bien”. Según relata, los problemas más frecuentes son disputas sobre tierras, problemas familiares —la violencia doméstica no es infrecuente— y conflictos relativos a la pesca.

El salmón, sobre todo, y otras especies del Klamath y sus afluentes han sido tradicionalmente el principal medio de vida de los yurok, pero hoy están amenazados

El salmón, sobre todo, y otras especies del Klamath y sus afluentes han sido tradicionalmente el principal medio de vida de los yurok. Pero la mano humana ha producido que la pesca sea cada vez más exigua. Por un lado, por culpa del cambio climático el agua está más caliente, los ecosistemas han variado y los peces no abundan como antaño. El año 2015 fue el primero sin nieve, por lo que no hubo deshielo que contribuyera a alimentar los ríos. Y ribera arriba, existen capturas para regadío y presas hidroeléctricas que les privan del suficiente suministro de agua para que la pesca pueda ser fuente de alimentación y comercio. Según cuenta Tim Hayden, responsable de la división de recursos naturales de los yurok, llevan tres años en los que no pueden vender nada de pescado y apenas tienen para el autoconsumo. La primera (y mayor) señal de alarma la recibieron en 2002, cuando más de 34.000 peces, de acuerdo con sus cálculos, aparecieron flotando muertos en la superficie del río. “Todo esto, empeora la calidad de vida más allá de los ingresos que dejan de percibir. Se multiplican los problemas de diabetes y sobrepeso; cuando les quitas el salmón no lo sustituyen por algo saludable, entre otras cosas porque no se lo pueden permitir. La salud del río también es la salud del pueblo”, asevera Amy Cordalis, miembro y abogada de la tribu.

Los yurok no se han quedado de brazos cruzados ante estos retos. Demandaron y ganaron en primera instancia judicial contra los proyectos de regadío, están negociando para derribar las presas y se han pertrechado con el mejor conocimiento científico para abordar los problemas que sufren sus ecosistemas. “Las evidencias están dando la razón a los conocimientos ancestrales de conservación que tenían las tribus. Ahora luchan por restaurar los ecosistemas para que los peces vuelvan”, asegura el biólogo Michael Belchik, que trabaja desde hace años con los yurok.

Un ambicioso proyecto en uno de los afluentes del Klamath consiste en contrarrestar los efectos que la deforestación ha tenido en el río. De forma natural, los árboles que iban cayendo sobre el cauce lo ralentizaba y permitía que los peces alevines alcanzaran un buen tamaño antes de llegar al mar. Su ausencia propicia que abandonen el río todavía muy pequeños, con lo que, cuando regresen, no tendrán un buen tamaño para su consumo. El geomorfólogo Rocco Fiore lidera un plan que consiste en poner obstáculos —barreras que consisten en grandes troncos y piedras— que imitan el comportamiento natural del bosque, quitan velocidad al río y forman las pequeñas balsas idóneas para proteger a los peces de sus predadores. “Todavía no hemos medido resultados de aumento de ejemplares o peso, pero hay buena base científica en los últimos 10 o 15 años de que estas restauraciones contribuyen a ello”, afirma Fiore.

Al tiempo que tratan de restaurar los ríos, la tribu lucha por que se le permita hacer quemas selectivas en bosques

Al tiempo que tratan de restaurar los ríos, la tribu lucha por que se le permita hacer quemas selectivas en bosques. Los biólogos que les asesoran aseguran que, en contra de lo que se podría intuir, este tipo de acciones, que mezclan rituales y conservación de la tierra, ayudan a renovar el bosque de forma saludable, permitiendo que los árboles más grandes —y que más carbono capturan— puedan crecer más sin competir por los nutrientes con especies menos valiosas. Además, los fuegos controlados ayudan a eliminar malezas que podrían servir como combustibles para incendios accidentales. Hay estudios que respaldan este tipo de prácticas. Uno realizado en Guatemala, bajo el título Evaluando la efectividad del control y prevención de incendios forestales en la reserva de la biósfera maya, asegura que las tierras gestionadas con este tipo de prácticas sufren hasta 20 veces menos incendios que las que no lo están.

Es parte de la base de evidencia científica que está confirmando la importancia que tienen los pueblos indígenas para conservar los bosques. Otro reciente estudio ha revelado que los que ellos gestionan atrapan 300.000 millones de toneladas de CO2, el equivalente a 33 veces las emisiones generadas para producir energía el año pasado en todo el mundo. Algunas de estas comunidades, que se autodenominan guardianes de los bosques, estuvieron a principios de septiembre visitando a los yurok, aprovechando la celebración en San Francisco de la Cumbre de Acción Global del Clima, a la que EL PAÍS acudió invitado por Alianza para el Clima y el Uso de la Tierra (CLUA, por sus siglas en inglés). Indonesios, brasileños, guatemaltecos, ecuatorianos, colombianos… adornados con plumas, tatuajes tradicionales, trenzas o el traje y corbata que lucía Javier Kinney; todos tenían algo en común: sus condiciones de vida se están viendo amenazadas por un calentamiento global que ellos no causaron. Pero trabajan decididos a seguir protegiendo sus ecosistemas.

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Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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