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De la decisión del Gobierno de exhumar los restos del dictador no cabe criticar el fondo, ni siquiera la forma
Si España hubiera entrado en la Segunda Guerra Mundial, es posible que un desembarco aliado se hubiera producido en playas andaluzas o levantinas. Ante el empuje de las tropas angloamericanas, asistidas por columnas de partisanos hechas con jirones del ejército republicano, el régimen franquista se habría derrumbado. Derrumbe que también habría ocurrido si al término de la contienda los vencedores de Yalta hubieran optado por clausurar el fascismo en España. Nada de esto era quimérico. Si la historia hubiese tomado alguno de estos desvíos, entonces el patrón español de regreso a la democracia habría sido igual o similar al de otros países europeos con un pasado totalitario que gestionar. Franco y sus jerarcas habrían sido ajusticiados y, en ese mismo acto de ajusticiamiento, el país entero habría expiado la culpa colectiva de su pasado fascista, porque no hubo fascismo en ningún sitio sin el apoyo de una parte significativa de la población. Todo siguiendo, insisto, el patrón europeo occidental, porque el fascismo fue una enfermedad moral europea que envenenó el cuerpo social del continente. El relato legitimador de la nueva democracia y de su constitución de posguerra hubiera sido entonces el de la liberación.
No fue así. España tomo otra ruta, más larga y penosa. El régimen perduró y, tras una terrible fase represiva, aflojó la férula totalitaria y logró legitimarse por la vía de los hechos a ojos de no pocos españoles. De resultas, el dictador se nos murió en la cama. La joven democracia no podría hallar su legitimidad en un relato de liberación, sino en uno de reconciliación. En las historias que nos íbamos a contar, en las imágenes de los libros de texto, no habría fascistas subidos al patíbulo, sino el abrazo de dos combatientes. La operación funcionó, asombró al mundo y dotó de un hermoso relato constituyente a la democracia del 78. Entre la izquierda que tuvo parte, conozco a pocas personas que no estén orgullosas de ese abrazo fundacional, nacido de la generosidad y del perdón, no del miedo o la amnesia. En mi generación, en cambio, la cosa está más dividida y hay quien sueña aún con un acto sobrevenido de liberación que devalúe o cancele un abrazo que se vive como agravio o afrenta, o al menos no con orgullo.
De la decisión del Gobierno de exhumar los restos de Franco no cabe criticar el fondo: un dictador no debe tener un mausoleo público. Ni siquiera es tan criticable la forma: es culpa nuestra si permitimos a todos los Gobiernos abusar de los reales decretos. Lo criticable es que, teniendo al alcance la posibilidad de aprobar la medida por unanimidad en el Congreso, dentro de un plan integral para el Valle, haya optado por una prisa causante de una falsa sensación de conflicto. Porque no es cierto que este asunto divida a los españoles y porque no basta con el consenso allí donde hace falta la concordia.
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