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La nueva generación que define la gastronomía en Bogotá

Se educaron en las cocinas de algunos de los mejores restaurantes del mundo y han vuelto a su ciudad para redescubrir Colombia

Jorge Galindo
Restaurante Mesa Franca en Bogotá, Colombia.
Restaurante Mesa Franca en Bogotá, Colombia.CAMILO ROZO

Bogotá se ha convertido en un fenómeno gastronómico. Los críticos y el público de dentro y fuera de Colombia han girado su mirada hacia esta ciudad que hasta hace relativamente poco tiempo nadie ubicaba en el mapa de la cocina. La responsabilidad es de una generación emergente de cocineros que aprovechan la diversidad de productos de un país que vive una segunda oportunidad tras medio siglo de ostracismo por la violencia.

“Nunca había encontrado una ciudad tan volcada en sus restaurantes y que al mismo tiempo viva tan de espaldas a la cocina”, dijo el crítico de EL PAÍS Ignacio Medina en abril de 2016. Algo más de un año después regresó y reescribió algunas de sus impresiones. “Hay mucha tarea por delante, pero abre la puerta de un camino que se augura largo y provechoso”. En ese tiempo, los nuevos chefs de la ciudad replantearon el debate gastronómico que antes solo se divisaba en ciertos rincones.

Rincones como Donostia, que Tomás Rueda convirtió en el epítome de la cocina de mercado en la Bogotá de principios de siglo. En sus cocinas se fogueó Alejandro Gutiérrez, que ahora dirige Salvo Patria con el mismo respeto al producto. Alrededor de la casa de estilo inglés que eligió para reubicar lo que antes era un café que se dedicaba al buen café (revolucionario en un país que exportaba toda su buena materia prima) han surgido el resto de competidores en el barrio de Chapinero, donde todo sucede.

En este barrio también empezó Mini Mal, decano local (2001) que aún mantiene su impronta en la nueva movida bogotana. Se trata un pequeño y engañosamente modesto espacio que Antonuela Ariza y Eduardo Martínez idearon con un objetivo ambicioso: transmitir el valor de la enorme y variada despensa colombiana a una capital que vive demasiado a menudo de espaldas al resto del territorio.

Leonor Espinosa es la otra maestra. Considerada la mejor chef de América Latina en 2017 por The Worlds 50 Best, fundó en 2004 Leo, el que sigue siendo el restaurante de alta cocina más reconocible y reconocido de la ciudad. Sin su trabajo es imposible explicar lo que está sucediendo en la capital del país.

Mientras Leo, Donostia y Mini Mal buscaban sus raíces por las regiones de Colombia, Criterion de los hermanos Rausch, probablemente los chefs más famosos del país, nació desgajado del territorio. Trajeron conceptos de servicio y técnicas antes desconocidas, pero con preparaciones afrancesadas, su ambiente capitalino rozando el esnobismo, su prolífico uso de ingredientes foráneos. Harry Sasson, el otro gran chef mediático, se movió en la misma dirección. Eran lugares sin duda de calidad, pero incapaces de construir un relato generacional.

Redescubrir Colombia

La tarea de descubrir Colombia en Bogotá desde un plato revivió hace un par de años. "Me puse en qué no hay, no en qué hay. Nunca pienso en qué quiere la gente, la verdad. Si vos lo ponías en un papel parecía un suicidio”. El que habla es Nicolás López, argentino residente en Bogotá, al mando con Sergio Meza (mexicano) de Villanos en Bermudas, probablemente el restaurante más polémico que ha conocido la ciudad en mucho tiempo.

Las hermanas Silvana y Mariana Villegas cambian la apuesta: “A veces la mejor comida es la que te quieres comer todos los días”. Juntas crearon Masa una panadería en la tierra de la arepa, el patacón y el arroz. Un lugar de almuerzo y también de encuentros.

La gran despensa colombiana

Contar con semejante despensa puede ser a veces una trampa. Olga Visbal, panadera y pionera, lo resume en lo que podríamos llamar la paradoja de la abundancia: al disponer de todo y fresco, “en nuestros ancestros hay pocos procesos complejos en la gastronomía… salvo en la selva”. Pero los fermentos, las conservas, los ahumados y demás procesos complejos, “vivos” como los califica la fundadora de Árbol del Pan, son cada vez más comunes. Hay, por ejemplo, una naciente red de fabricantes de queso artesanal en el altiplano que rodea a Bogotá. También se presta más atención a lo que se puede hacer con la proteína local (Café Bar Universal cuenta con una coppa adaptada al territorio andino, en Segundo experimentan con la res añeja).

Estas dos ideas gastronómicas, aunque distantes, representan a la perfección los dos extremos en el continuo de respuestas posibles a la tensión entre comensal y cocinero, entre audiencia y creador. Entre ambos, un mundo gastronómico se abre.

En esa senda, pero un pasito más allá, se sitúa Mesa Franca. Iván Cadena (cocinero) y María Paula Amador (jefa de servicio) se conocieron en el Astrid y Gastón bogotano. Cadena antes había pasado por Central de Lima, templo del reconocimiento al territorio andino del chef peruano Virgilio Martínez. Amador, en su periplo europeo, conoció a Tom Hydzik, barman y tercera pieza de Mesa Franca. El restaurante fue creado con una filosofía basada en el cliente como motor del cambio: “En Bogotá ahorita lo importante es hacer algo diferente, no parecerse a nada”, afirma Cadena. “Creo que lo que estaba dormido no era el cliente, sino el restaurantero”.

Adolfo Cavalie, chef de Segundo, otro de los exponentes de esta generación, concuerda: “La gente quiere experimentar, quiere comer algo diferente”. Este cocinero llegó de su Perú natal (donde también trabajó en Central) a trabajar con uno de los grandes grupos empresariales de la ciudad. El grupo Takami, enfocado a obtener resultados positivos a final de mes, suele preferir la seguridad a la innovación; pero, conscientes del cambio que tiene lugar a su alrededor, en Segundo el grupo le concedió a Cavalie una libertad creativa que está aprovechando para trabajar el producto de los alrededores de Bogotá con una perspectiva de nueva alta cocina.

Pero quizás el que más llame la atención es Álvaro Clavijo. Su trabajo en El Chato ha evolucionado en menos de dos años de bistró delicioso pero acomodado a cocina verdaderamente retadora. “Trabajamos en llegar a un equilibrio entre lo que la gente quiere y lo que nosotros queremos. Que esto sea para todo… y para todos”, dice.

Territorio y cautela

Los nuevos cocineros colombianos buscan la diferencia en sus platos, pero coinciden en un trabajo de eficiencia y calidad que antes solo existía en lugares muy escogidos de la ciudad, y que replica lo que sucede en los restaurantes punteros de todo el mundo.

En Villanos solo hay un turno de comidas, cinco días a la semana, sin que repercuta en el salario de los trabajadores. Quienes, además, participan plenamente del proceso creativo culinario. En Mesa Franca o El Chato es habitual que si el chef no está haya un segundo de dando la cara ante el comensal, explicando el concepto y el plato. En Salvo Patria se instruye al servicio de sala para que sea el “motor” del disfrute del cliente pero sin dejar de tratarlo de igual a igual, como destaca Gutiérrez. En Segundo, la experiencia no sería la misma sin la intuición fundamentada en el servicio de los vinos de Carolina Cruz, que trabaja bajo la dirección de Izaskun de Ungarriza, sommelier de Takami.

Restaurante El Chato en Bogotá, Colombia.
Restaurante El Chato en Bogotá, Colombia.CAMILO ROZO

Esto es herencia del segundo factor común: una generación que ha acumulado experiencia en el exterior. Y que volvieron para construir algo relevante en su país. “No me vine a Bogotá para hacer hamburguesas”, es la frase de Álvaro Clavijo. Antes de El Chato, pasó por la Escuela Hoffmann de Barcelona, por Noma (Copenhague, repetidas veces escogido como el mejor restaurante del mundo por The World’s 50 Best) y por Per Se (un lugar que cambió la gastronomía estadounidense). Las empresarias Villegas trabajaron con Gordon Ramsay y Enrique Olvera, chef mexicano crucial para entender la cocina latinoamericana.

A medida que iban volviendo a casa, el país que conocían se iba transformando. No solo se abría al exterior, también hacia adentro. “Por primera vez podemos decir que queremos ir a un sitio con tranquilidad sin estar matando acá los nervios a nuestras madres”, dice Gutiérrez de Salvo Patria. La pacificación progresiva de Colombia, que sin ser completa es mucho mayor que hace dos décadas, ha desplegado la apabullante biodiversidad ante los ojos y las bocas de sus habitantes.

En la tierra está el tercer factor común: un grado de compromiso con el territorio y con los proveedores que ya se apreciaba en Mini Mal, Donostia o Leo. A todos les preocupa estrechar lazos con quien les provee de materias primas, establecer relaciones más estables y provechosas.

La cautela, un lugar común en las conversaciones con todos ellos: "Debemos ir con cuidado, poco a poco, estamos en un proceso complejo, frágil, de muy largo recorrido, cuyos resultados solo se verán mucho más adelante". En Villanos, Meza y López esperan que no sean ellos, sino sus cocineros más jóvenes los que abran los restaurantes que definirán el futuro gastronómico colombiano. En El Chato, Clavijo afirma que solo ahora empieza a estar “medio cómodo” con lo que hace. Las hermanas Villegas piensan detenidamente cada nuevo paso que dan a pesar de que Masa encierra la potencia de un pequeño imperio. El trío de Mesa Franca revisa una y otra vez su exitosa carta en busca de, como ellos la llaman, una nueva “ruta de navegación”. Cavalie se acerca a Bogotá con el respeto único de un invitado que ha decidido quedarse.

“No creo que haya una nueva cocina colombiana todavía. Estamos entendiendo qué es, de qué se trata, nosotros mismos los cocineros. Por primera vez se nos está abriendo el territorio”, resume Alejandro Gutiérrez. Y, probablemente, ya no se va a cerrar.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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