Hay dos formas de tender la ropa. La clásica y la de la plaza Trinidad de San Sebastián en agosto. Mientras 1.800 personas escuchan sentados al pianista neoyorquino de jazz Benny Green, de 55 años, un vecino joven sale al balcón de su casa y coloca en su tendedero de cuerdas blancas una toalla de rayas amarillas. Dentro, en el salón, una chica le espera sentada en el sofá. No es lo mismo tender con jazz que sin él. Y menos en Donosti.
“Este es un festival que vive con la ciudad”, observa su director, Miguel Martin. “Es de jazz, sí, pero no se cierra a ningún estilo. Nuestra clave reside en aprender de nuestros errores. Hace muchos años creíamos que todo había que masificarlo. Fue un error. El objetivo tiene que ser siempre la participación del público”. Escenarios de pago con precios que oscilan entre los 25 y los 45 euros. Y escenarios gratuitos. El maridaje perfecto para Jazzaldía, que acaba de celebrar su 53 cumpleaños.
Este pasado sábado, 90 minutos después de que el muchacho mostrase su ropa de baño, salió el portugués Salvador Sobral al escenario. Iluminación sencilla, sonido perfecto. El mejor de los últimos años, según los asistentes. “Si hace tres le llegan a decir al director que iba a programar a un ganador de Eurovisión, le habrían dicho que estaba borracho”, bromea Sobral. Aquí, en la popular plaza de La Trini, se viene gestando una partitura musical perfecta desde 1991. “Lo más sencillo a veces es lo más bonito”, cuenta en perfecto castellano el ganador de Eurovisión 2017. “Esto vale para todo, ¿o a quién no le gusta un plato de espaguetis con aceite?”, dice sobre este acogedor rincón donostiarra. Carcajadas. Silencio. Y, sobre un solo de piano, un asistente grita a viva voz:
— ¡Eres el mejor pincho de Donosti!
Aquí el jazz se vive como se escucha. Sentados entre piedras y sillas de plástico, sin agobios, con cervezas, con bocatas. Algunos mueven los pies como si pisaran el acelerador del coche. Aprietan, levantan, aprietan, levantan. Al compás. Otros teclean con sus dedos un piano imaginario en sus rodillas. Es Donosti, es la capital del jazz en julio. Es teatro, bares, auditorios y playas.
El público, respetuoso y con una media de edad superior a la de los festivales actuales, ni siquiera saca los móviles. Lejos queda el manto tecnológico de las grandes aglomeraciones. Dos, tres, cuatro, cinco asistentes si acaso, inmortalizan en la memoria digital algún clásico: Se un día alguem / perguntar por mim / Diz que vivi para te amar / antes de ti, so existi. Algunos, puristas, se marcharon antes de las tres últimas canciones. A Sobral le dio igual. Es más, salió solo al piano y cantó el delicioso Txoria Txoria, de Mikel Laboa: "Si le hubiera cortado las alas habría sido mío, no se me habría escapado. Pero así, habría dejado de ser pájaro. Y yo... yo lo que amaba era el pájaro".
El día antes y a la misma hora, Cécile McLorin, de 29 años y ganadora del Grammy al mejor álbum de jazz 2017, dio un recital e invitó al escenario a la gran Mari Stallings, de 78: “Llevo 10 años queriéndolo hacer”, dijo. Arriba, entre algunas nubes, se escondía el mayor eclipse de la historia. Abajo, entre las divas, se gestaba un sorpasso. “Ser testigo del surgimiento de esta generación es maravilloso”, dijo Stallings al recibir el premio de este año. De paso, añadía: “¿Que si quiero volver a San Sebastián? Ya estoy esperando la invitación”.
Sobre las 00.00, antes de echar el cierre a este día, la lluvia llegó con fuerza a quienes se acercaron a la playa de Zurriola de madrugada. Allí estaba Mikel Erentxun, en plena forma, haciendo vibrar hasta al alcalde de Donosti, Eneko Goia, que aplaudía desde un rincón del escenario. Aunque el punto épico estaba en la arena mojada, donde miles de asistentes se empaparon de lo lindo al grito de “hoy podrás beber y lamentar, que ya no volverán sus a volar, cien gaviotas dónde irán...”. A Donosti, pues.
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