La oposición venezolana tropieza con el mito
Antes del baño de sangre, la oposición debiera compartir con la devoción chavista un proyecto de igualdad y justicia social
Nadar a contracorriente agota y no produce resultados. Es lo que le está pasando a la oposición venezolana que, teóricamente, tiene todos los triunfos en la mano para desplazar a Nicolás Maduro y hacerse con el poder. Entonces, ¿por qué no lo ha conseguido? Pues por eso: por nadar a contracorriente al querer aplastar el alma de buena parte de los venezolanos, en lugar de buscar mecanismos para ganársela. Sobran bazas para intentarlo en un país quebrado, gobernado por un equipo incapaz de sacarlo del hoyo sin el maná petrolero.
Todo el discurso y la praxis opositoras giran en torno al exterminio de lo que suene o tenga apariencia de chavista. Tratan de machacar, no de capear lo inocuo, mítico, sobrenatural, mágico, irreal, fantástico, que la figura de Hugo Chávez mantiene en el imaginario del pueblo que lo reeligió presidente desde 1998 y hasta su muerte.
La oposición ignora, si nos atenemos a sus hechos, que el difunto ya no es quien dirige el país, aunque se mantenga vivo en el corazón de las mayorías pobres porque las benefició con un protagonismo político y un asistencialismo de Estado sin precedentes durante los cuatro decenios de hegemonía bipartidista entre Acción Democrática (socialdemócrata) y COPEI (democristiana). Si la oposición asumiese, aunque solo fuese por conveniencia, una parte del mito chavista, incluso si solo tratase de no querer arrancarlo de cuajo del sentir de los pobres, los días de Maduro en el poder estarían contados.
La fórmula sigue sin explorar, y no es de fácil aplicación porque el odio y las pasiones se colaron en la confrontación venezolana. La coalición antigubernamental lo ha intentado todo desde el fallido golpe petrolero de 2002, en la calle y en la Asamblea Nacional; el Ejército no acude en su ayuda y la presión popular es insuficiente. Aunque las concentraciones opositoras contra una institucionalidad a la medida de un proyecto revolucionario, reñido con la auténtica división de poderes, han sido masivas; también lo fueron las oficialistas. Chávez ganó siempre y, en 2016, por los pelos, su heredero, Maduro. El padrón electoral explica los triunfos: hay más pobres que ricos con derecho a voto. Los primeros, mayoritariamente negros y mulatos, recelan de las futuras intenciones de los segundos, con mayor proporción de blancos, y no cambiarán fácilmente de bando, aunque sigan con el agua al cuello; están más acostumbrados a la asfixia.
La oposición examina sus opciones. En horas bajas, la radicalidad insta a la resistencia para que la ruina, el 1.000.000% de inflación pronosticado por el FMI, incendie el país, y las masas tomen al asalto los cuarteles y el palacio de Miraflores. Antes del baño de sangre, la oposición debiera compartir con la devoción chavista un proyecto de igualdad y justicia social, prometiendo que la alternancia en el gobierno y el cambio de rumbo no significan olvido y revancha, y que los aciertos del caudillo de Barinas serán respetados.
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