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Ser mayor: atesorar recuerdos y cosas

Coleccionar objetos no es únicamente un ejercicio de nostalgia, también es una excelente prueba de exploración y serenidad

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Existe un impulso que nos lleva a coleccionar. De objetos a destrezas. De biografías a desafíos. Ese impulso nace en la infancia. Con los cromos de fútbol o las muñecas de alma prácticamente humana. Para dar paso justo después a una actitud de coleccionista maduro. Que disfruta tantísimo que los demás no parecen entender nada en absoluto. Se colecciona para sobrevivir. Y en último término para dar sentido a una vida que ya se intuye desordenada e incoleccionable. Freud aseguraba que el poder asignado al tesoro otorgaba ese mismo poder psicológico a su poseedor. De ahí que haya quien se rodee de esculturas o pinturas para adentrarse en su antiguo magnetismo. El deseo de esa pieza única lo cambia todo. Y así cuando por fin se obtiene se produce el instante extraordinario. Todo encaja en un momento irrepetible y desgraciadamente fugaz. Para de nuevo volver a empezar.

Al contrario de lo que muchos creen los objetos nos eligen. Y no al revés. Eso creía Umbral en sus feroces páginas hechas de miopía. Uno puede volcarse ante un disco y que el tiempo corra de un modo diferente. Con la respiración entrecortada y la atención absoluta como si el mundo realmente se hubiese detenido. Exactamente igual que en aquella escena de Arrebato sobre las primeras sensaciones frente a las ilustraciones de algunos libros. Quizá Zulueta era un descarado coleccionista de imágenes. Lo mismo vale para los libros o los platos de diseño. Para un vino que sobrecoge o un paseo por un territorio indómito. Nadie medianamente sensible puede dejar de coleccionar. Cambiará en ocasiones. Porque siempre hay amantes menos fieles. Pero la pasión por el coleccionismo no desaparece. Y si ocurre tal vez uno esté dando demasiada importancia a cuestiones que no la tienen.

La vida nos colecciona a nosotros. Pasamos entre sus dedos como esos libros que se van amontonando. Un desenfadado juego desde ambos lados. Diría incluso que estamos tan habituados a coleccionar que apenas nos damos cuenta. Se acumulan las pequeñas figuras. Los vestidos o los marcos de plata. Coleccionamos porque no sabemos dejar de hacerlo. Porque podríamos vivir con menos pero sería más aburrido. La plenitud siempre es incompleta. Hay también quien colecciona dinero. Aunque ese tipo de coleccionista suele tener menos imaginación. Desde fuera resulta divertido y recuerda a Tío Gilito en aquellos cómics donde se bañaba entre monedas. Supongo que el coleccionismo nace de una carencia. De algo que no tuvimos y que en nuestra imaginación se hizo fascinante. Por eso me alegro tantísimo de que hayan faltado cosas. De una ligera frustración que nos ha construido distintos. Aplicados en encontrar ese asombroso descubrimiento.

*Julio César Álvarez es psicólogo y escritor

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