¡Adiós, corbata!
Símbolo de pertenencia de clase y de poder desde principios del siglo XX, el antaño inevitable trozo de tela va perdiendo presencia
Los imagino intrigados, recelosos, organizando conferencias virtuales y consultando artificios muy inteligentes, arriesgando hipótesis, preguntándose cómo pudo ser que una época que no hacía más que mirarse el ombligo les dejó tan poca información sobre ese cambio radical; me los imagino, dentro de algunos siglos, tratando de entender por qué los que mandaban dejaron de atarse todo el tiempo al cuello una tira de tela.
Establecerían una serie sólida: desde principios del siglo XX hasta principios del XXI, el atuendo de los gobernantes y otros poderosos no cambió. Señores que no podían siquiera imaginar la imagen de una televisión se vistieron igual que otros que, décadas después, lanzaban guerras por ordenadores. Fallaba la noción de que a ciertos cambios sociales y culturales correspondían cambios indumentarios.
Había habido, por supuesto, variantes regionales: siempre se podía encontrar al ocasional dictador africano con su toga tornasol, al constante dictador chino con su chaqueta abotonada. Pero la base general, definida por Occidente, estaba clara: un pantalón largo suelto, una chaqueta abierta de la misma tela y, debajo, una camisa azul o blanca con un repulgue que servía para colocar esa tira de tela de distintos colores que llamaban, en esos días, “corbata”.
¿Cómo saber por qué, de pronto, en algún momento de la segunda década del XXI, varios de los más poderosos rompieron al fin con la costumbre?
La “corbata”, habrían definido –la literatura, ahí sí, sería abundante–, marcaba la diferencia: millones y millones la usaban para declamar su pertenencia a un determinado sector social. O, mejor, su impertenencia a otros: usar “corbata” significaba que su usuario no era obrero, campesino, desempleado, artista o mujer. Usar “corbata” lo calificaba de inmediato como hombre urbano de clase media o alta respetuoso del orden y sus reglas.
La potencia del símbolo los llevaría a preguntarse más sobre él. Les llamaría la atención que esas personas que se vestían con tanta rutina para jactarse de su sobriedad y sencillez, utilizaran en masa un elemento indumentario puramente ornamental, sin ninguna función más allá de su valor heráldico. (Cuando una investigadora I.A. de Piongyang supondría que la “corbata” se usaba en realidad para propósitos higiénicos –que los hombres se limpiaban con ella la boca o lo que fuera– su hipótesis sería recibida con interés. Le pedirían pruebas documentales; las buscaría durante meses en cada rincón de la Gran Nube, no las encontraría y postularía que el uso era vergonzante y radicalmente privado; se le reirían en la cara virtual.)
Un trozo de tela de colores sin función práctica, entonces, enarbolado por personas que hacían bandera de su mesura y discreción –para reafirmar esa mesura y esa discreción. Seguirían, supongo, tan intrigados, pero más aún los intrigaría su deriva: ¿cómo saber por qué, de pronto, en algún momento de la segunda década del XXI, varios de los más poderosos rompieron al fin con la costumbre?
Sabrían que resultó decisiva la conducta de ciertos jefes –o aspirantes a serlo, sus nombres se perdieron– de los entonces Estados Unidos, Francia, España, Italia. Si hasta ese momento era impensable que aparecieran en cualquier ceremonia oficial sin el trozo, en esos años lo impensable empezó a suceder y creó escuela, tanto que, poco después, la “corbata” era un gesto retro que muy pocos chistosos afectaban. Sus cuellos abiertos parecieron, al principio, alguna forma de la libertad; pronto fueron retórica y rutina.
Establecidos los hechos, querrían interpretarlos. Cuando Hiu –la de Piongyang– lo intentaría, todos se le reirían en la cara: había perdido su credibilidad. Pero registrarían su idea de que podía haber sucedido cuando las distintas formas del poder se habían desprestigiado tanto que los que lo ejercían intentaban mostrar que no lo ejercían para poder seguir ejerciéndolo. Y que el abandono de la “corbata” fue una de sus últimas tentativas de contener el movimiento que, al fin y al cabo, llevaría al Gran Sismo.
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