¿Tiene derecho el presidente de Francia a abroncar al adolescente que le llamó Manu?
La bronca de Emmanuel Macron a un estudiante que le llamó "Manu" reaviva el debate sobre la autoridad y sus símbolos
¿Tenía derecho el presidente de Francia a abroncar a un adolescente que le tuteó y le llamó por su diminutivo —“¡Hola, Manu!, ¿qué tal, Manu?”— en vez de por su nombre real, Emmanuel Macron, o, aún mejor, monsieur le président de la République? ¿Tenía derecho el jefe del Estado francés a colgar luego la secuencia en su cuenta de Twitter, con millones de seguidores de todo el mundo, provocando el escarnio del atolondrado estudiante, que desde ese día solo quiere ejercer de avestruz con la cabeza metida en tierra? Pues depende de si se prefiere sacralizar hasta sus últimas consecuencias el respeto a los símbolos del Estado o de si uno se acoge a la literalidad del triple lema de la Francia republicana: liberté, égalité, fraternité, y de ahí directamente al “todos somos colegas” sin solución de continuidad, en la versión libre del adolescente protagonista de los hechos. Todo ocurrió el pasado 19 de junio durante la celebración del 78º aniversario de la Resistencia francesa en Mont Valérien, en las proximidades de París. “Puedes seguir haciendo el imbécil, pero a mí me llamas señor o señor presidente de la República”, le dijo Macron al crío.
La polémica ha servido para establecer las reglas del juego de la imposición de la autoridad y de la inconsciencia de la rebeldía
¿Se excedió el presidente? ¿Decidió dar un ejemplo de solemnidad republicana? La espita del debate estalló en un país donde, para empezar, el tuteo viene a ser un crimen de lesa majestad salvo que la relación con el interfecto u interfecta sea de absoluta confianza. Un país y una sociedad, la francesa, que por otra parte nunca han tenido del todo claro el peso de los símbolos, y eso va desde la interpretación de La Marsellesa (o la no interpretación) hasta el respeto (o no respeto) a la Guardia Republicana, las bandas tricolores que cruzan la pechera de los alcaldes y, en general, el boato de la República. Que existe, nadie lo dude. Y que puede resultar incluso más avasallador que el de una monarquía. Las imágenes del paseo nocturno de Macron por la explanada del Louvre tras ser elegido presidente de la República superaron en voltaje simbólico a cualquier acto oficial de los monarcas europeos, si se exceptúa a la reina de Inglaterra. Por cierto, ¿qué habría pasado en Madrid si un crío de 16 años le hubiera espetado al Rey en un acto público un “¿Qué pasa, Felipito?”. ¿Cuál habría sido la respuesta de Isabel II si un teenager londinense se hubiera dirigido a ella con un “¡Hola, Isabelita!”?
De momento, nos quedamos con las ganas de saberlo. Pero queda claro que la polémica del presidente, el adolescente melenudo y el tuteo a deshoras ha excedido el ámbito francés y ha servido para establecer las reglas del juego tanto de la imposición de la autoridad como de la inconsciencia de la rebeldía. Una cuestión, esa, universal. Sin duda el affaire Manu es una inesperada y valiosa piedra de toque para calibrar, por ejemplo, la relación entre maestro y alumno, más parecida hoy por lo general a una reunión de amiguetes que a una situación de jerarquía. Por cierto, esto vale para España, pero en ningún caso para Francia, en cuyos liceos el profesor sigue siendo monsieur le professeur.
Una cosa es cierta: la relativa impronta de Rey Sol no es algo a lo que haga ascos Macron, un presidente elegido en las urnas pero que no huye de ciertos tintes monárquicos. Otra cosa es que un jefe de Estado permita al más gracioso del lugar llamarle de cualquier forma. Por ejemplo: “¿Qué tal, Manu?”.
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