Dame los telediarios
El pacto clandestino de Sánchez e Iglesias entronca con la peor noción de la política
“Dame los telediarios”. El pacto con que Sánchez e Iglesias pretenden amañar el cortijo de RTVE ha evocado una conferencia que el líder de Podemos ofició hace cinco años en La Coruña. Y que resumía su concepción de la televisión pública como instrumento de poder y de propaganda. “A mí dame los telediarios”, decía Iglesias sin imaginar entonces la relevancia de su ponencia. Ni el desprecio que concedía a otras carteras: “para ti el turismo, para mí los telediarios”.
Puede entenderse ahora mejor que el socio preferente del Gobierno socialista no tuviera sitio en el gabinete ministerial. Ni lo ofreció Sánchez ni lo quiso Iglesias. La relación clandestina de ambos predisponía un acuerdo neurálgico de mayor relevancia. Gobernar desgasta. Y manipular RTVE garantiza a Podemos un espacio crucial de rehabilitación política y electoral.
Tan obscena ha sido la componenda que el candidato propuesto, Andrés Gil, ha decidido inmolarse y sustraerse al ungimiento, pero los contratiempos de última hora y las chapuzas con que pretenda remediarse el escándalo no rectifican las pretensiones del comisariado político-mediático que ha alentado toda la operación. Pablo Iglesias presume de haberse adjudicado RTVE. Exhibe un papel sobrevenido de superministro sin cartera cuyas ambiciones evocan el trance en que hace dos años se propuso a sí mismo como vicepresidente del Gobierno a condición de quedarse con la tele y el CNI. Los espías y los telediarios. Nada más y nada menos.
Es una concepción del poder sectaria y subliminal en la que se explica la naturaleza de los candidatos que han ido exponiéndose al casting. Iglesias no buscaba un gestor super partes. Ni una versión clarividente para reconstruir la credibilidad de una empresa hiperbólica —más de 6.000 empleados, 1.000 millones de presupuesto—. Lo que busca es un periodista digno de su ortodoxia ideológica, una figura instrumental a beneficio de la doctrina y del culto al líder.
Debe cuidarse Pedro Sánchez de Pablo Iglesias. No sólo por el decoro de la democracia, sino porque el líder de Podemos se antoja un aliado muy poco aliado. Iglesias es el rival más directo. Y puede abusar hasta donde quiera del fingido papel de escudero. Ya sea atribuyéndose el disfraz de negociador del frente soberanista, ya sea saboteando al presidente del Gobierno desde su complejo de superioridad, como hizo en otros pasajes de la relación patológica.
Las promesas de Sánchez respecto a la transparencia y la regeneración ha elevado el umbral de la vigilancia. Ha perseverado en la estrategia de los símbolos y de los gestos como expresión de los nuevos tiempos, pero el plazo de un mes en la Moncloa arroja inquietantes incertidumbres.
Algunas de ellas proceden de su precariedad parlamentaria —las concesiones al PNV, el diálogo condicionado con el soberanismo catalán—, pero otras entroncan con los peores hábitos de sus predecesores. Y no sólo por pactar en un despacho el porvenir de la televisión pública —un decreto a las espaldas del Parlamento, un paso a dos sin focos ni taquígrafos— sino además por la cultura de la designación digital. A dedo, como en los tiempos del marianismo, Sánchez ha colocado a sus hombres de confianza. Como premio a las antiguas lealtades (Juanma Moreno presidirá Correos) y como instrumento de su ambición electoral, pues José Félix Tezanos, su demóscopo de confianza y de cámara, ha sido ubicado al frente del CIS y proclamado chef de la nueva cocina.
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