Marruecos en ojos imposibles de cegar
Nueve fotógrafos marroquíes exponen en la Casa Árabe de Madrid los dilemas personales y sociales de su cultura
¿Cómo es estar a salvo en Marruecos? Estar a salvo de la mirada del vecino –de su juicio sumarísimo y de la moralidad punitiva de la calle sin letra pequeña– es estar dentro de casa, con las persianas bajadas y las cortinas bien cerradas, en la dulce rendición de un hogar. Un hogar-útero sin mandamientos, acolchado, con el ruido de la medina amortiguado y en penumbras, porque fuera el sol –como los ojos– abrasan. Dulce rendición es el título de la serie de fotografías de la casablanquesa Deborah Benzaquen que transmite esta sensación uterina y muy marroquí del estar en casa, sin reglas, de un grupo de adolescentes que se descubren. La serie integra la exposición En un instante, Marruecos, que puede verse en la Casa Árabe de Madrid hasta el 23 de septiembre, como parte del programa Trasatlántica de Photoespaña.
Nueve artistas marroquíes, entre ellos cuatro mujeres, compilan en un instante buena parte de los dilemas de la sociedad actual del país vecino, al mismo tiempo atravesada por la tradición a rajatabla y las reglas impiadosas de la sociedad de consumo occidental. Esta mezcla de dogma religioso y un bien visto afán de poder y riqueza genera infinitas contradicciones, además de una enorme frustración de los jóvenes (en Marruecos, el 44% de la población tiene menos de 25 años). Las puestas en escena de Benzaquen evocan esa necesidad de ponerse a resguardo del mandato, pero junto a ella hablan otras puestas, como las de M’hammed Kilito, que trazan la distancia entre los sueños propios, los deseos familiares y las trayectorias profesionales de un grupo de personajes que accede a confesar todo lo que debió dejar en el camino (una serie foto-sociológica de la que ya dimos cuenta en este mismo espacio).
A la imposibilidad de decir el amor se refiere sutilmente Yasmine Hatimi, en una serie llamada Los nuevos románticos, que retrata a hombres jóvenes a los que la fotógrafa ha propuesto que elijan las flores con las que se expresarán ante la cámara. Entre la intimidación propia y la ajena, lo no dicho se abre paso en un lugar donde al hombre se le supone despojado de todo rasgo sentimental, tal como otras voces de mujeres ya lo venían planteando (véase Shakespeare en Casablanca de Sonia Terrab). Y aquí la ternura también puede a veces con las rabias intergénero.
De género habla otra chica, muy joven, también poeta: ella es Imane Djamil, artista talentosa que en estos días representa a su país participando en una instalación en la actual edición de la Bienal de Venecia. Imane tiene apenas 22 años y se inspiró en el trabajo emblemático Les grandes vacances (Las vacaciones de verano) de Robert Doisneau para hablar del verano y el espacio público en Marruecos, liberado este al gozo de los hombres. Frente al mar en blanco y negro, con el marco grisáceo del fuerte de El Jadida, el cuerpo de la mujer sigue escondido, como en invierno, o escrutado, como en el resto de las estaciones, mientras los chicos se zambullen en el pedazo de libertad que les toca.
“Somos una generación que quiere entregarse con pasión a algo. La sociedad nos define por lo que poseemos, no por lo que creamos. Nos insta a correr tras un buen trabajo, nos hace creer que el status nos identifica”, reza la declaración de principios de Abdelhamid Belahmidi. En una elocuente pieza de videoarte (con música de la tierra), el fotógrafo presenta a su personaje Masouqish, “el rostro de un espíritu en chilaba que busca distanciarse de los estereotipos (…) para elegir su destino”, en la metrópolis más áspera de Marruecos, Casablanca. De esa misma ciudad, la suya, quiere decir cosas el artista hip hop Yoriyas Yassine Alaoui, cosas acerca de la aspereza y el swing que nada tienen que ver con la película de Hollywood que nunca se rodó allí (Bogart y Bergman se susurraron “siempre tendremos París” en el decorado de un estudio de Los Ángeles). La serie de Alaoui contagia la auténtica bella percepción de un marroquí hacia sus calles.
Por su parte, Mehdy Mariouch desgrana los rostros de la miseria y el olvido, a través de una serie de fotografías que protagonizan los mineros de Yerada y sus hábitats. En este poblado, con las minas de carbón oficialmente cerradas hace 17 años, se sigue subsistiendo y extrayendo minerales en condiciones paupérrimas, con cíclicas revueltas sociales y represión. Como contrapartida, un respiro en la mirada benévola hacia el suelo propio que aportan Abderrahmane Marzoug, en paisajes oníricos (tal como suele aparecérsenos Marruecos a la vista), y Nadia Khallouki, una niña de la diáspora francesa que recuerda el país de sus abuelos y la infancia, en haluro de plata.
En un instante, Marruecos, imprescindible, tan joven y tan antiguo, vecino insoslayable y sin embargo, ajeno.
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