Dejen a los cocineros en paz
La creciente presencia del cocinero de nuestro tiempo en la vida pública ha ido cambiando algunas cosas.
La naturaleza del restaurante está en el equilibrio. Más allá del exceso que conlleva el desarrollo de una actividad que sustenta unos cuantos pecados capitales, entre los que la gula y la lujuria ocupan un lugar destacado, la esencia del negocio radica en ese sutil espacio que separa la distancia de la cercanía y hemos dado en llamar equilibrio. Ahí está la diferencia entre el éxito y el fracaso; la neutralidad y la discreción mandan por encima de la propia cocina. Así fue y sigue siendo en el universo de la alta cocina.
El cocinero, que hoy suele ser también el propietario, el jefe de sala, el camarero y hasta el aparcacoches son responsables de administrar ese patrimonio que mantiene al cliente y a sus acompañantes a salvo de sus propias palabras y algunos de sus actos. No importa el alcance o el contenido, la conveniencia o no de lo que digan o hagan. Todo queda entre las paredes del comedor.La creciente presencia del cocinero de nuestro tiempo en la vida pública ha ido cambiando algunas cosas.
Su popularidad aumenta cada día y eso multiplica la publicidad que se da a sus gestos, ofreciéndoles la posibilidad de mostrar sus compromisos y aprovechar el altavoz que proporciona su proyección pública para empujar las cruzadas que les resultan más cercanas. Así lo hacía el miércoles pasado en Bilbao el mexicano Enrique Olvera, propietario de Cosme y Pujol, dos de los restaurantes distinguidos en la pantomima de The World’s 50 Best Restaurants —probablemente la mentira mejor contada en la historia reciente de la cocina, con permiso de algún que otro cocinero entronizado en ese y otros saraos—, cuando respondía a las felicitaciones que les lanzaban en las redes: “¡Los niños! Es lo importante”.
Cinco palabras para respaldar una causa que viene quebrando voces y conciencias en todo el mundo. Nos gusta la imagen del cocinero actual. Los queremos porque son buenos chicos, nos hacen disfrutar y se fotografían con todo el que pasa, haciéndonos miembros de una gran familia. Les pedimos que cuiden nuestra salud mientras nos dan de comer, que apoyen a los ancianos del barrio y celebren las madres ajenas, o que financien y respalden programas solidarios.
Nos parece normal que hagan todo lo que muy pocos estamos dispuestos a hacer. También les confiamos la administración de algunas de nuestras emociones más íntimas. A menudo consiguen que, a pesar de todo, nos sintamos orgullosos de lo nuestro, que unas veces se traduce en identidad y cultura y otras se alarga a ese cúmulo de dichas y desdichas que suelen venir asociadas al color de una bandera. No importa cuál sea.Empieza a ser tan cotidiano, que muchos lo han convertido en una obligación.
También quieren que sean políticamente correctos y asuman los mismos compromisos que mueven nuestras conciencias. Lo estamos viviendo en Girona con el Celler de Can Roca, la empresa madre de Mas Marroc, el restaurante de eventos contratado para escenificar la entrega de los premios anuales de la Fundación Princesa de Girona. Los hermanos Roca y su restaurante se han visto envueltos en un cargamontón por hacer lo que se espera de ellos.
El restaurante es un negocio —muchos creen que es una ONG, o el escaparate de un grupo de presión— que atiende por orden de llegada, más allá de lo que piense o represente. No hay cláusula de conciencia en el comedor de un buen restaurante. Los comedores son territorio abierto y neutral. Apenas quedan barreras formales desde que abolimos la corbata y el saco como vestimenta uniformadora y convirtieron las deportivas y las medias blancas en atuendo de gala.Los hermanos Roca están en el centro de una campaña mediática por hacer su trabajo.
Ojalá no vaya a más, empiecen a ser utilizados desde el otro lado y pasen a ser carne de tertulianos. No quiero imaginar lo que hubiera sucedido si su decisión hubiera sido la contraria; el cargamontón sólo hubiera cambiado de lado. Hemos ampliado el marco de su responsabilidad, que hasta anteayer era dar de comer bien, para intentar convertirlos en embajadores de nuestras propias miserias. Dejen a los cocineros en paz. Suficiente tienen con hacernos disfrutar y todo lo demás.
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