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Tribuna
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Lo imposible, lo difícil y lo indispensable

Es necesario revertir en poco tiempo la profunda brecha afectiva y política de una parte de la sociedad catalana con España, mantener abiertos los canales de comunicación con el Govern y reconstruir la interlocución política

Jordi Ibáñez
EDUARDO ESTRADA

Todos los análisis de la situación política en Cataluña después del cese del 155 y de la entrada en funcionamiento del Gobierno Torra, así como de la relación de la Generalitat con el Gobierno Sánchez, y de lo que confusa pero sumariamente podemos llamar las relaciones entre “Cataluña” y “España”, parecen supeditados al horizonte judicial de otoño, así como a lo que puedan decidir los jueces de Schleswig-Holstein con Puigdemont. Las variables que este horizonte plantea, sustraído a la política, importan mucho. Pero a pesar de ello hay algunos elementos mínimos que merecen señalarse. La nueva situación política general tras la salida del Partido Popular del Gobierno exige por lo menos plantearse qué puede haber cambiado, si es que realmente han cambiado tanto las cosas, aparte de los tonos y los modos. Se dirá que eso ya es algo. Pero sería iluso creer que es mucho o bastante. Ordenaré las ideas a partir de tres epígrafes. Son los tres anunciados en el título.

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Lo imposible: revertir en poco tiempo (meses, un par de años) la profunda ruptura afectiva y política de una parte importante de la sociedad catalana con España, con el sentimiento de pertenencia o de copertenencia a la nacionalidad española. Se podrán raspar porcentajes, ¿pero qué sentido tendría jugar a eso? La ruptura es profunda, y no es el resultado de ningún suflé mediático ni de una intoxicación puntual, sino de un sentimiento de afrenta vivido como real y, lo que es peor, de una convicción absoluta de no-pertenencia a la misma comunidad histórica y política. Aunque en un lapso muy breve de tiempo el porcentaje de partidarios de la independencia de Cataluña se haya duplicado y haya quien crea que será relativamente fácil regresar a los niveles anteriores a 2010, sería temerario e ingenuo no darse cuenta de que todo lo ocurrido en estos últimos años ha calado hondo en un terreno perfectamente abonado ideológica y sentimentalmente por las dos décadas largas de pujolismo y por la idea, históricamente consistente, de que en Cataluña no puede haber política fuera del catalanismo —fatalidad de la que acaso nos creemos a salvo repensando una y otra vez ese catalanismo, que es un modo, no se olvide, de pensar también en España desde Cataluña, y no necesariamente en una Cataluña sin España—. Además, el acceso al derecho a voto de la generación que ha vivido en estos últimos años su propio despertar a la política obliga a tener en cuenta que la evolución ideológica de la sociedad catalana no tiene por qué avanzar hacia la moderación o hacia el redescubrimiento de lo guay que es ser español.

Si se quieren gestos, que sean valientes ¿Por qué no el Constitucional con sede en Barcelona?

Por lo tanto, sea latente o ruidoso, el sentimiento de ruptura ha llegado para quedarse. Es imposible cambiarlo en un plazo de meses o de pocos años. Pero debe pensarse cómo afrontarlo. Es un error pensar en la seducción. ¿Con qué se va a querer seducir a quien ya no quiere saber nada del seductor o de la seductora, y si acepta contrapartidas lo hará con la mala fe de quien no se siente ni obligado ni identificado con la otra parte? Lo que deba hacerse pide un enfoque más profundo y más estructural, siguiendo el principio de que no hay mejor “relato” que los hechos hablando por sí mismos. Obras son amores. Esto es: nada de añagazas, nada de espejuelos, y nada de concesiones que ahonden o sirvan para que el independentismo refuerce sus bases. Ahí debería asumirse, ante la tentación de la complacencia simbólica, que a la larga la lengua y la educación le salen más caras al Estado que infraestructuras potentes como el Corredor Mediterráneo. Y si se quieren gestos, que sean gestos valientes de verdad. ¿Por qué no el Tribunal Constitucional con sede en Barcelona? El Senado, se ha dicho… Pero si el Senado acaba siendo una cámara territorial, ¿qué mensaje se da ubicando la política territorial en el territorio? Da la impresión de ser más un placebo un tanto redundante que algo eficaz o “seductor”. Y esa idea de recuperar partes del Estatut de 2009… ¿Acaso se va a correr el riesgo de desacreditar al Constitucional revirtiendo sus resoluciones?

Así llegamos a lo difícil: entenderse con un Gobierno de la Generalitat más pensado para servir a un imaginario particular que a la sociedad catalana en su conjunto. Sus posiciones son totalmente inasumibles por el Estado, porque remiten tanto a lo perpetrado en el Parlament los días 6 y 7 de septiembre como a la consulta del 1 de octubre o la grotesca y fúnebre declaración de independencia del 27 de octubre. Lo obvio aquí es que, a pesar de todo, hay que mantener abiertos los canales de comunicación. No es fácil de imaginar que el Govern Torra pueda apearse de las alturas alcanzadas en la confusión entre realidad y deseo. Pero hay que mantener unas formas mínimas que impidan, llegado el momento, que la política embarranque de nuevo en los tribunales y acabe cortocircuitada en las prisiones. También aquí el Poder Ejecutivo habrá aprendido que más vale aplicar a tiempo la norma constitucional antes que cederle el paso a la justicia penal. Porque ¿cuánto nos habríamos ahorrado si hubiese habido una respuesta inmediata y firme ante lo ocurrido los días 6 y 7 de septiembre en el Parlament?

Si este país se la jugaba en 1977, ahora, 40 años después, se la ha vuelto a jugar

Lo indispensable: hay dos tareas que piden parsimonia y discreción, pero también determinación. Una en Cataluña y otra en las Cortes españolas. La primera: reconstruir o construir prácticamente de cero una interlocución política que sea capaz de enfocar las relaciones políticas con la Administración central y las Cortes asumiendo que el Parlament y la Generalitat también son parte del Estado. También que sea capaz de defender los intereses de Cataluña en el Estado ofreciendo y exigiendo confianza a cambio de confianza. No es fácil, pero no lograrlo equivale a recaer en la casilla de los imposibles. Tampoco entro en quién debería asumirlo. Creo que todos los partidos políticos —menos los ultramontanos— deberían hacer un examen de conciencia sobre su propia parte de responsabilidad. Nadie está aquí libre de pecado. Ni los reactivos ni los elásticos, ni los equilibristas o contorsionistas ni los que confunden rigor con rigidez. Tampoco los que han sido presa de sus propias huidas hacia adelante. ¿Y por parte de las Cortes y los partidos en Madrid? Atrévanse a explorar una reforma constitucional profunda. Atrévanse a buscar consensos. Levanten la mirada de las encuestas y de las siguientes elecciones. Si este país se la jugaba en 1977, ahora, 40 años después, se la ha vuelto a jugar. ¿O alguien lo duda todavía? Pero para acometer tal reforma primero la política catalana debe ofrecer esa indispensable interlocución con el Estado y en las Cortes. Solo entonces el rigor de la ley y la generosidad del legislador podrán dar paso a la forja de los acuerdos políticos que permitan pensar de nuevo en España y en Cataluña sin desgarros.

Sería una insensatez esperar del nuevo Gobierno del presidente Sánchez que convierta la calabaza en carroza. No hay varitas mágicas. Pero sí puede esperarse que vaya allanando el terreno para que todo eso pueda lograrse algún día no tan lejano. Si sale bien, el éxito será otra vez, como en el 78, de todos. No de un Gobierno ni de un partido.

Jordi Ibáñez Fanés es escritor y profesor del Departamento de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra.

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