A Europa le toca inventar una respuesta
“¿Por qué al leer a los moralistas siempre tengo la sensación de que se les escapa el hombre? Su moraleja me parece impotente, abstracta y teórica", escribió Gombrowicz
A Europa se le están torciendo las cosas. Viene de una época de esplendor que para muchos empieza a resultar ya lejana. Así que, de pronto, hay miedo. Y entonces llegan los mensajes simples, la apelación a algún remoto fundamento, el afán de reforzar las propias señas de identidad frente a los otros. La tentación de levantar muros, de encerrarse hacia dentro, de volver a mirarse al ombligo y contemplar como consuelo las viejas glorias. Cuando eso ocurre, cuando de pronto vuelven a escucharse los coros celestiales que entonan la larga retahíla de los valores eternos, es cuando hace falta salir de ahí y encontrar a alguien que pueda mirar las cosas desde fuera. Y que sea un poco deslenguado.
“¿Por qué al leer a los moralistas siempre tengo la sensación de que se les escapa el hombre? Su moraleja me parece impotente, abstracta y teórica, como si nuestra verdadera existencia se realizara en algún lugar fuera de nosotros”. La anotación es de 1953, y forma parte del diario de Witold Gombrowicz, el escritor polaco. Iba de camino a Argentina cuando Alemania invadió Polonia, había estallado la II Guerra Mundial. Decidió quedarse allí. Así que no tuvo otra que mirar desde lejos al viejo continente y el horror que entonces se produjo, y ya después, la progresiva vuelta a la normalidad. Estaba leyendo El hombre rebelde, de Camus, cuando hizo esa anotación. Gombrowicz temía que lo concreto se esfumara en un mar de abstracciones. Así que se batía por defender aquello que todavía no tenía forma, lo que se estaba haciendo, frente al imperio de lo acabado.
En otra anotación, de 1958, alude a un muchacho de 17 años que había conocido en Tandil, y dice de él que no había nada que lo impresionara: “Posee una incapacidad total de sentir cualquier jerarquía”. Y añade: “Es una sabiduría proveniente de la esfera inferior, la sabiduría de un pilluelo, de un vendedor de periódicos, de un ascensorista, de un mozo de recados, para quienes la esfera superior tiene valor en la medida en que se le puede sacar dinero”.
Algo de eso está pasando ahora. Los envarados defensores de la vieja Europa siguen recitando la moraleja de los grandes valores, esa que a Gombrowicz le resultaba “impotente, abstracta y teórica”, y hay un montón de pilluelos, si es que sirve el calificativo, que simplemente quieren ver cómo le pueden sacar dinero. Y es por eso por lo que se produce la terrible imagen de los muros que está levantando Europa para frenar a los que vienen de fuera.
Quizá pueda resultar un tanto extravagante hablar de “pilluelos” para referirse a aquellos que están llegando a Europa tras inmensos y profundos padecimientos, y que escapan de la guerra y de la miseria. Pero hay algo que tiene ese término que acaso sirva para iluminar su proeza y reivindicar la energía que los anima. Están llenos de vida a pesar de todas las desgracias que han padecido, y no van a reconocer que esos muros que quieren detenerlos están levantados sobre la solemne verborrea de valores de la esfera superior. Un muro es un muro. Y si está ahí para cerrar el paso a las esperanzas, esos “pilluelos” saben que simplemente hay que saltarlo. Se juegan su futuro. A Europa le toca inventar una respuesta.
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