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Tribuna
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Otras razones para la alegría

El PP perdió las elecciones de 2004 por mentir y Rajoy ha sido desalojado del poder por los efectos del mismo error: confiar en la eficacia de la posverdad. Ni hay lugar a la prepotencia socialista ni a la petulancia doctrinaria por parte de Podemos

Jordi Gracia
Eduardo Estrada

Casi sin salir del pasmo y sin tiempo a disfrutar, a muchos el vértigo ha empezado a acercarlos a la angustia. La moción de censura ha sido un asalto al poder en toda regla, regla democrática, pero ha sido a la vez tan inesperado como racionalmente explicable. Hay pautas que parecen enquistadas en algunos de los partidos de esta democracia: el error de las mentiras que apuntilló la derrota de Rajoy en las elecciones generales de 2004, al ocultar la autoría yihadista para los atentados de Atocha, ha vuelto a repetirse ahora tras la sentencia de la trama Gürtel. El Gobierno y el PP prefirieron banalizar su contenido, minimizar el impacto y desmentir tanto su responsabilidad penal como su responsabilidad política. La pauta es la misma: confiar en el efecto propagandístico de la mentira (una variante clásica de la moderna posverdad) para desviar la atención sobre la realidad.

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El procedimiento no es nuevo. Fue Alfonso Guerra el primero que vinculó la responsabilidad política a la responsabilidad penal en democracia. Las irregularidades flagrantes de su hermano Juan Guerra, descubiertas en 1990, no afectaban políticamente al entonces vicepresidente hasta que no se sustanciase jurídicamente la causa: esa fue la doctrina. La estrategia eludía así la responsabilidad política y ha sido común en los innumerables casos de corrupción que hemos visto en los últimos treinta años (que dejan los hechos probados del caso Juan Guerra en una nimiedad de pie de página).

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Paradójicamente, la tumba de Rajoy ha sido la fidelidad a esa misma norma tóxica que en democracia parecía imbatible. Pero ha vuelto a castigar al que la usa: Alfonso Guerra fue cesado en 1991 por Felipe González, el PP perdió las elecciones de 2004 por mentir masivamente en un aciago fin de semana y Rajoy ha sido desalojado del poder por los efectos del mismo error: negar la realidad y confiar en la eficacia de la posverdad. Las tres son razones para la alegría y sobre todo lo son para conjeturar un nuevo aprendizaje en democracia: la mentira lleva dentro un riesgo letal en política. Muchas trolas pasan y circulan como verdades hasta que una, demasiado gruesa, demasiado impía, desmorona el castillo entero, como acaba de suceder.

La ciudadanía de izquierda ya es consciente de la efectividad del discurso antiutopista

Pero el hecho de que Pedro Sánchez haya asaltado el poder en 48 años horas no por sus méritos sino por los deméritos del partido del Gobierno y de Rajoy en particular, no resta alegría a la noticia. Casi parece que el denostado régimen del 78 haya prestado un último e irónico servicio a la democracia, y quizá sea su mejor despedida. De sus reservas agónicas y urgidas de revisión profunda ha salido un mecanismo constitucional que, paradójicamente, ha corregido los errores cometidos por los dos partidos de izquierda y centro-izquierda en en el frustrado acuerdo de desalojar al Gobierno de Rajoy de hace dos años.

Hoy la alegría ya no es explosiva ni saltimbanqui porque, pasado el pasmo catártico y casi catatónico, la maquinaria del poder se pone en marcha de inmediato. Pero las condiciones son objetivamente nuevas y francamente prometedoras, contra los peores augurios de provisionalidad, de insuficiencia, de precariedad política. Como me decía un amigo desde Londres a las once de la mañana, con la moción ganada, es una oportunidad de oro. No sé si el metal es ese, pero la oportunidad es al menos luminosa, y lo es a muchas bandas. Sus nuevas condiciones objetivas creo que se resumen en una sola con variantes: el pragmatismo frío y el escarmiento interiorizado, la prevención antiutópica y el reformismo inteligente, la convicción civil y la audacia política. Contra este asalto al poder no ha habido ni sabotajes interiores, ni fuego amigo, ni intimidación latente ni cualquier otra forma de la conspiración política: parece una oportunidad para renovar acuerdos fuertes sobre el futuro cuando llevábamos mucho tiempo viendo solo nebulosidad verbal, insustancialidad y tacticismo cortoplacista.

Ni hay lugar a la prepotencia socialista tras la moción de censura ni hay lugar a la petulancia doctrinaria por parte del principal socio de moción, Podemos. Y ninguno de sus portavoces, ni Pedro Sánchez ni Pablo Iglesias, ni José Luis Ábalos ni Íñigo Errejón, ni Meritxell Batet ni Irene Montero han cargado el instante de munición revoltosa y follonera sino de sentido de Estado y gravedad institucional. La izquierda se ha dejado robar tantas veces los valores del pragmatismo y la sensatez, de la prevención cauta y el escepticismo activo que hemos acabado creyendo que esas virtudes son de derechas. Pero no es verdad, o es una falsa verdad difundida por la derecha para neutralizar a la izquierda posible: en la derecha funcionan como instrumentos de conservación inmóvil de las desigualdades y los privilegios; en la izquierda funcionan como instrumentos de acción sobre lo real. La ciudadanía de izquierda se ha hecho consciente, en una sociedad educada y civilizada, de la efectividad del discurso plausible y antiutopista, de la viabilidad de algunas cosas y la inviabilidad frustrante y contraproducente de otras. Esa es la respiración que llevaban las intervenciones de los líderes del PSOE y de Podemos en el ruido central y el ruido periférico de los días de la moción.

El cambio de escenario desarbola la reciente estrategia radicalizada de Ciudadanos

Para mí es la mayor razón de alegría: la credibilidad del discurso de izquierdas ha llegado de súbito y a la vez suavemente, como una primavera leve que no asalta cielo alguno sino el poder real. Es allí donde el cambio de clima arruina los planes del independentismo frentista y antidemocrático, donde la impunidad política de la corrupción ya no cabe, donde la radicalización españolista de los discursos descubre su fondo vacío y electoralista. Sea efectiva o no la capacidad de intervención del nuevo Gobierno en los desmanes de la realidad, la primera noticia poderosa consiste en visualizar una renovación del lenguaje y de las prioridades, y abandonar la fatalidad como refugio inhibidor —de ahí la banda sonora de la celebración del viernes en las Cortes: sí se puede.

Claro que se puede, pero ese poco que se puede es mucho en política cuando la honradez reformista garantiza la fijación de prioridades y de objetivos sociales. Es verdad que la oposición popular puede volver a las andadas del resentimiento corrosivo que ya puso en práctica tras la derrota electoral de 2004, y es verdad que el cambio de escenario desarbola la temeraria estrategia radicalizada de Ciudadanos en los últimos meses patrióticos. Pero es verdad también que nadie ha creído nunca que la cuestión de Cataluña se pudiese resolver con jueces en funciones políticas, como nadie imaginó tampoco que el Gobierno popular bloquearía hasta la náusea las iniciativas políticas aprobadas por el Parlamento como lo hizo en los últimos años. El principio del fin de ambos bloqueos invita a una alegría clara y segura, pero solo primaveral, sin rastro de trippy alguno ni de convulsión delirante.

Jordi Gracia es ensayista. Su último libro ha sido Contra la izquierda. Para seguir siendo de izquierdas en el siglo XXI, de Anagrama.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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