Berna: caminar para no estar muerto
Las calles, plazas y puentes de la apacible ciudad suiza invitan a recorrerlas a pie, con la actitud reflexiva y curiosa con las que las transitaba Robert Walser, el autor de ‘El paseo’. Un trayecto literario y artístico por sus pequeñas tiendas, cafés y restaurantes, y un vistazo al museo dedicado a otro de sus famosos habitantes, el pintor Paul Klee.
En ‘El Paseo’, uno de los libros que con más fervor han celebrado el arte de caminar, el suizo Robert Walser (1878-1956) condensó las sensaciones que experimentó durante un día en que decidió dejar de lado sus quehaceres literarios y salió a recorrer una pequeña localidad de su país, probablemente Berna. Algo similar hago yo más de un siglo después en esta ciudad en la que Walser vivió 12 años en 16 direcciones distintas. Así cruzo el Kornhausbrücke una mañana igualmente “luminosa y alegre”, acompañado por el eco de sus palabras, “en un estado de ánimo romántico-extravagante que me satisfacía profundamente. El mundo matinal que se extendía ante mis ojos me parecía tan bello como si lo viera por primera vez”.
Ese día, Walser no tardó en llegar a una gran plaza que se me antoja Bundesplatz, donde se extiende un mercado y por cuyos márgenes transitan escolares rumbo al parque Plattform. “Corretean al sol libres y sin freno, ‘dejémosles tranquilos —pensé—, la edad se encargará de frenarlos y asustarlos”. Luego acudió a una librería para discutir con el librero, incapaz de explicarle la calidad de un best seller, y que bien podría ser Stauffacher, que en tiempos de Walser era minúscula, y en cuya sexta planta se encuentra hoy el café más literario de Berna. Tomo un té entre retratos de escritores y observo chimeneas vertiendo humo. Al salir, la inercia me lleva a Gerechtigkeitsgasse, a la librería de viejo de Daniel Thierstein, que para mi disgusto vendió ayer la última primera edición de El paseo. Aun así, tiene la inglesa, en cuya solapa leo al editor John Calder: “Como Kafka, Walser tuvo su propio punto de vista de las cosas y exploró los abismos de su tiempo”.
Nada más cierto. La vida de Robert Walser fue apasionantemente trágica. Abandonó la escuela a los 14 años y la casa familiar a los 17. Trajinó en incontables trabajos mal pagados que le permitieran darse el lujo de escribir lo que le viniera en gana. Bohemio por convicción, se definió como “buen haragán, fino vagabundo y holgazán o derrochador de tiempos y trotamundos”. Escribió entre 1904 y 1925. Fue un estilista del lenguaje y diseccionó la cotidianidad a golpe de ironía y desencanto. Amigo íntimo de la sobriedad y la modestia, publicó poemas y novelas míticas como Jakob von Gunten o Los hermanos Tanner y varios diarios. Halló en el paseo su mejor cómplice, y según la escritora Menchu Gutiérrez, autora del prólogo de El paseo en la edición española de Siruela, “ese contacto con el mundo vivo era su germen creativo, inagotable alimento poético y espiritual”. Iniciaba novelas —por ejemplo, El bandido— así: “Edith lo amaba. Luego volveré sobre ello”. En 1933, fue internado contra su voluntad por estrés en la clínica psiquiátrica de Herisau, donde durante 23 años no hizo nada más que dar paseos con su amigo Carl Seelig. La mañana del día de Navidad de 1956 salió a caminar y a la altura de Todesort un ataque al corazón le dobló las rodillas y lo tumbó sobre la nieve. Unos niños lo encontraron. Avisaron a la policía, que llegó para hacer la foto que ha pasado a la historia. Un escritor muerto tras las huellas de su mejor obra, El paseo. “Sin pasear estaría muerto”, había escrito años antes, como quien sabe que cumplirá un mandato.
“Walser escribe sobre cosas simples y las convierte en importantes”, dice el director de la fundación del escritor
Una de las casas de Walser en Berna se halla en el número 32 de Kramgasse, casi enfrente del Café Einstein, otro ilustre habitante de esta calle, en la que el lúcido alemán desarrolló la teoría de la relatividad. También en Berna vivió el pintor Paul Klee, cuyo museo (Zentrum Paul Klee), proyectado por Renzo Piano, una línea de acero que se ondula formando tres colinas, ajusta cuentas con la famosa sentencia de Klee y que ahora parece dedicada a Walser: “Una línea es un punto que camina”. Sigo caminando entre fuentes y porches para dar con una tienda que Walser hubiera amado, por pequeña, por dogma y por vocación. Como quien se adentra en una de sus novelas —exquisitas miniaturas—, entro en Das Bauhaus, negocio regentado por Irma Suter, que lleva más de 50 años vendiendo juguetes y reproducciones de edificios arquitectónicos representativos del Movimiento Moderno. Le digo que un amigo me ha prohibido venir hasta aquí y no visitarla y toma confianza y me muestra los recortes de prensa de su juventud, cuando junto a su difunto marido, el artista plástico Gottfried Derendinger, recorrían galerías y ferias por el mundo. Antes de irme me regala un móvil neoplasticista y quedo en deuda con ella, y al salir pienso que este tipo de comercios solo pueden encontrarse en ciudades como Berna. Desciendo hasta el Nydeggbrücke y en la terraza del Altes Tramdepot hago recuento con una cerveza y una salchicha bratwurst con rösti. Los osos (emblema de Berna) juegan en su parque ante los asombros de los niños. El sol me ciega dulcemente, sin impedir que vislumbre al otro lado del río Aar el perfil más medieval e íntegro de Berna, que me devuelve a un párrafo subrayado de El paseo: “Un hombre no se siente orgulloso de las alegrías y del placer. Lo único que da orgullo y alegría al espíritu son los esfuerzos superados con bravura y los sufrimientos soportados con paciencia. ¿Qué hombre honrado no ha estado desvalido nunca en su vida, y qué ser humano ha mantenido por completo intactos a lo largo de los años sus esperanzas, planes, sueños? ¿Dónde está el alma cuyos anhelos se cumplieron sin tener que hacer descuentos con ellos?”.
Reanudo la marcha. Pasa una moto chirriando y me invita a abrir la página 28: “A la gente que va levantando polvo en un rugiente automóvil les muestro siempre mi rostro malo y duro. No puedo comprender que pueda ser un placer pasar así corriendo ante todas las creaciones y objetos que muestra nuestra tierra. Amo el reposo y todo lo que reposa”.
Todo brilla en el paseo de Walser, incluso un banco que bien puede ser el Nationalbank que encuentro a la derecha del Parlamento y cuyas columnas y muebles han resistido desde que llegara Walser aquel mediodía a cobrar un donativo de mil francos y hablara con un “funcionario responsable”. Al salir, como Walser, “tengo que volver a orientarme” y seguir paseando, porque “muchas ocurrencias, relámpagos y luces de magnesio se mezclan y se encuentran con naturalidad”, y porque el buen paseante da la bienvenida a toda clase de extrañezas y confraterniza, como hizo él en la tienda de sombreros que visita, tan parecida a Coup de Chapeau, sobre la que pensó: “No podrá faltar en la obra que escribiré y titularé El paseo”. Dejo atrás el escaparate para reunirme con Reto Sorg, director de la Robert Walser Foundation. Entre libros y recuerdos, le escucho: “Walser fue autodidacta, se educó leyendo, mirando cuadros y viajando. Escribe sobre cosas simples y las convierte en importantes. El paseo es la gran celebración del individuo”.
Ya se acaba el día, dejo atrás el famoso Zytglogge, la torre del reloj, y el pissoir (urinario) modernista protegido por la Unesco, y busco el restaurante Lötschberg para dar cuenta de una fondue de gruyer imitando a Walser, que, cuando fue invitado por la señora Aebi, ésta le obligó a saciarse, rogándole que se sometiera de buen grado a lo inevitable: “Obedezca y coma”, y eso hago. Cuando termino se acerca un camarero:
—Siempre se le ve paseando —dice.
Y respondo con El paseo abierto sobre la mesa y una cita:
—Pasear me es imprescindible. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada.
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