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MIEDO A LA LIBERTAD
Columna
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De cuando Cataluña fue Argentina

Ver a Quim Torra ir a Berlín a ponerse a disposición de Puigdemont recuerda el caso de Cámpora y Perón

Carles Puigdemont y Quim Torra en Berlín.
Carles Puigdemont y Quim Torra en Berlín.Omer Messinger (EFE)

Era 1972 y el doctor Héctor José Cámpora, —con un dios verdadero llamado Perón—, se presentó a las elecciones en Argentina y las ganó. Inmediatamente después, lo primero que hizo fue ir a Madrid, a la Quinta 17 de octubre y, con el cadáver de Evita en el ático de la casa, poner su victoria a disposición del general Perón.

Y el general —de buen vivir en Madrid, pero ya resentido por la edad— pidió a Cámpora lo siguiente: que volviera a Buenos Aires y ya que los militares se habían comprometido a respetar el resultado electoral, les dijera que él no gobernaría y que había que hacer otros comicios, a los que pudiera presentarse.

Cámpora solo llegó a ser presidente durante 49 días. Perón volvió y el horror de Ezeiza se produjo. El peronismo demostró que podía tener bajo sus alas desde la extrema izquierda de los Montoneros hasta la extrema derecha de la Triple A. Y el general volvió, y esta vez no con una Evita, sino con una Isabelita como vicepresidente.

No pude evitar pensar en el caso de Cámpora y Perón, al ver a Quim Torra —el nuevo presidente de la Generalitat, recientemente elegido con condiciones y bajo el amparo del artículo 155 de la Constitución española— ir a Berlín a ponerse a disposición del presidente moral de Cataluña, Carles Puigdemont, como primer acto oficial.

Aquella aventura argentina terminó con un levantamiento militar, en 1976, que depuso a Isabel Perón y trajo todo el horror de los 33.000 desaparecidos de la dictadura, una cifra épica, hace poco sustituida en el ranking por los de México.

No creo que vaya a haber un golpe de Estado en Barcelona, es decir, que lo vayan a dar los Mossos. No creo que sea posible, más allá de aplicar el 155, que haya más consecuencias, desde el punto de vista legal. Pero desde una perspectiva política, sin ningún tipo de calificativo, hay que considerar toda la experiencia como un completo y absurdo fracaso.

Las leyes existen para ordenar la convivencia de los pueblos. Las democracias que mejor evolucionan son aquellas que, cuando comprueban que una ley ya no representa la mayoría de las aspiraciones populares —pese a la diferencia de los códigos napoleónicos frente a la institución del derecho anglosajón—, la cambian para que los pueblos se sientan gobernados.

Torra y Puigdemont han reiterado que piensan hacer todo lo que motivó la destitución y la aplicación del 155. Es más, incluso —para demostrar un sentido del humor negro— se ha designado como consejeros a algunos de los que están en la cárcel. Como si todo el proceso no hubiera servido para nada.

Llegado este punto —y conocedor, como soy, de la capacidad de odio que puede existir entre españoles— me parece que la reflexión solamente nos puede llevar y superar ya no el cumplimiento de la ley sino a incorporar que todas las leyes son hijas de la evolución de la sociedad.

Y a estas alturas, es innegable que, al menos, una parte de la sociedad de lo que se llama España ha evolucionado en sentido completamente contrario al previsible. Esa sociedad se llama Cataluña.

¿Podremos cambiar a los catalanes? Parece que no. ¿Qué se puede hacer con los catalanes que no son independentistas, y que perdieron las elecciones? ¿Habrá que cambiar la Constitución? Parece que sí.

Hemos pasado de considerar quemar la foto del Rey como un delito grave —y sigue siendo muy importante que sea la de Felipe VI—, a creer que cualquier declaración que sostenga que Su Majestad ya no representa la unidad nacional, no tenga ninguna consecuencia.

Es una política de lo absurdo. Naturalmente seguirá trayendo más desconfianza y frustración institucional. Pero, en cualquier caso, le debemos a nuestros hijos lo que nos debía a nosotros el franquismo. Esto es, la posibilidad de cambiar y hacer nuestra propia historia.

No podemos dejar abandonados a los cuatro millones de catalanes que no son nacionalistas radicales frente a los dos millones y medio que sí lo son, pero tampoco podemos jugar a que éstos no tienen la fuerza que tienen.

Hay muchos responsables de esta situación. Mariano Rajoy es uno de ellos. Y Jordi Pujol, que debería estar en la cárcel y ahora es uno de los mártires de la independencia, que ha conseguido su objetivo porque todo este proceso impide investigar sus usos indebidos de dinero.

Europa entera está conmovida con sus propios problemas. Como ha dicho el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, la Unión Europea necesita ser reinventada. El problema es que, la reinvención que propone Orbán, así como el primer ministro de Polonia, Mateusz Morawiecki, es la de la Europa de la exclusión y no de la inclusión. Es la revisión en la que los poderes ejecutivos europeos —como si un Führer más fuera posible— están por encima del ordenamiento jurídico.

Europa fue un ideal político, filosófico, legal y comercial. Hoy, Europa es una institución llena de burócratas perdidos, que no tienen respuestas para Hungría, Cataluña, Polonia, ni mucho menos para sí misma.

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