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Columna
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Esperando lo peor

Con quien de verdad encuentro parecido con Trump es, por sus gestos y por cómo mira la historia, con Benito Mussolini

El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, habla con la prensa en el aeropuerto Dallas Love Field en Dallas, Texas.
El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, habla con la prensa en el aeropuerto Dallas Love Field en Dallas, Texas. NICHOLAS KAMM / AFP

No es la primera vez que pasa en el mundo. Ha habido muchos otros gobernantes —fueran dictadores o no, de origen democrático o por imposición autoritaria— que han buscado siempre los problemas de sus países en la agresión exterior.

Las razones profundas por las que Donald J. Trump es presidente de Estados Unidos son complejas y tardaremos bastante tiempo en que los ingenieros sociales, historiadores e, incluso una parte importante de la medicina, puedan determinar las causas que actuaron en su momento, a la hora de votarlo, y las causas que actúan en su mente a la hora de tomar decisiones.

Pero la verdad es que Trump da a una gran parte de su pueblo la visión que necesitaba, que la explicación de que su infelicidad y su pérdida del lugar, no solo en el mundo, sino en sus pequeñas comunidades rurales o urbanas, tiene un culpable. Da lo mismo que este sea mexicano o un agente de cualquier otra agresión.

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No importa que EE UU, durante el mandato de Clinton —y como consecuencia del descubrimiento de ese nuevo El Dorado que significó la explosión masiva de Internet y de las nuevas tecnologías— transformara su poder a través del dominio tecnológico que ejerce sobre el resto del mundo.

Hay muchas comunidades de mineros, agricultores y americanos en el sentido más profundo, de donde salieron los jóvenes que ganaron la II Guerra Mundial —por cierto, la última que ganó EE UU si descontamos la invasión de Granada o de Panamá— que prefirieron pensar que la crisis del carbón en Wyoming o de Pennsylvania no correspondía tanto a un cambio de modelo económico, sino a la agresión que venía desde China o de países más cercanos, como México.

Y en eso llegó Trump, el especulador de Manhattan, quien había conseguido desafiar todo y a todos. Lo que, al principio, se convirtió en un juego de su voracidad dialéctica y de su incapacidad para encontrar límites resultó que tuvo éxito y en contra —personalmente lo creo así— de lo que él quería y lo que le hubiera convenido, se convirtió en el presidente de Estados Unidos. A partir de ahí, con toda su ignorancia y toda su falta de respeto por los equilibrios, que a tan alto coste tuvo el mundo que él heredó, ha entrado en declive y en liquidación.

Es verdad que gran parte de las instituciones que acompañaron a Washington, desde el final de la II Guerra Mundial, en su recorrido estabilizador, están en crisis, pero las últimas decisiones que ha ido tomando, el destrozo sistemático de medio siglo de política exterior, colocando al mundo al borde del precipicio y sin tener —hasta ahora— consecuencias en la política interior, parece no tener ninguna importancia, ni para Trump, ni para el “trumpismo”.

Sin embargo, ahora que ya sabemos que no solamente es America first, sino que, sobre todo, es América sola y que no importa cuál es el precio que paguen los demás por sus decisiones, hay que saber que en noviembre se producirá un especial momento histórico.

Si gana las elecciones intermedias, no solamente creo que se va a mantener, sino que su legado —que consiste en la desestabilización general del mundo que conocimos y no solo por su culpa, sino por el agotamiento de los modelos— habrá entrado definitivamente en vías de liquidación.

Si pierde la elección, los políticos tradicionales —que han desaparecido y se echan de menos, esos que, salvo casos aislados, al final de su vida plantan cara al “trumpismo”, como es el caso del senador John McCain— reaparecerán, como lo hicieron frente al presidente Andrew Jackson.

Sin embargo, no le encuentro parecido con ningún otro presidente norteamericano, ni siquiera Andrew Jackson del que tiene su retrato en el Despacho Oval.

Sí me recuerda a alguien que quiso ser presidente, y que una bala se lo impidió, el antiguo gobernador de Luisiana, Huey Long, quien gobernó su Estado desde la brutalidad de la conexión directa con el votante, al estilo de Trump.

Pero con quien de verdad le encuentro más parecido por sus gestos, mímica, lenguaje corporal y por cómo mira la historia y se enfrenta a ella, es con el Duce, Benito Mussolini. Con la diferencia de que, al Duce, Hitler y otros como ellos llegaron en el momento en el que el mundo había perdido los elementos de control diseñados después de la Primera Guerra Mundial, para evitar la llegada de la Segunda.

Trump no levanta el mentón, simplemente no deja que el viento le destruya el peinado. Pero, al final del día, es el mismo discurso aislacionista y el mismo de la grandeza imperial que el Duce identificaba con las águilas de las legiones romanas. Mientras que Trump lo identifica con la incapacidad de muchos norteamericanos para vivir en consecuencia con el éxito, la fuerza y el liderazgo mundial que se ganó su país, y que él está liquidando a la velocidad del rayo.

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