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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una visita al museo para ver animales vivos

En un mundo que cierra zoológicos resulta anacrónico que ahora los bichos vivos sean objetos de museo

Carmen Morán Breña
'El teatro del mundo' (1993), instalación de Huang Yong Ping.
'El teatro del mundo' (1993), instalación de Huang Yong Ping.MUSEO GUGGENHEIM

El Guggenheim de Bilbao mostrará en unos días una exposición con animales vivos (también en vídeo) del artista chino Huang Yong Ping que pasó por Nueva York inmersa en tal polémica y rechazo de los animalistas que el museo decidió anular algunas de las obras de arte. El vídeo con dos cerdos copulando fue apagado y los terrarios quedaron vacíos. Otro vídeo de Sun Yuan y Peng Yu con unos perros sujetos con arneses y subidos a una cinta de correr tampoco se expuso. La recogida de firmas abierta entonces sigue activa hoy y llevan más de 820.000.

Sin pretensión de despachar en este espacio qué es arte y qué no, no estorba preguntarse si el cerebro humano, con una capacidad singular de interpretación abstracta, precisa una borrachera de realidad para reflexionar sobre cualquier cosa que el arte plantee. Quizá un perro, que no se altera por más gatos que salgan en la tele delante de su hocico mismo, necesita salir al campo y ver un conejo para que se active su instinto de caza. Pero los humanos no tienen que ir a la guerra para espeluznarse con su horror: basta con mirar el Guernica unos minutos para sentir toda la congoja, espanto y horror filosófico que el óleo instila.

No se trata aquí, pues, de hablar de sufrimiento animal, que para eso hay ejemplos mejores que meter una tortuga en un terrario, sino del uso animal para disfrute (si ese es el caso de esta obra de arte), reflexión o interlocución artística con el visitante. Una de las comisarias de esta exposición en Bilbao, Alexandra Munroe, explica que los cerdos copulando son una “alegoría cultural en tono humorístico”. El museo parece conformarse con la ausencia de maltrato —algo cuestionable— y se justifica en la libertad de creación artística para la exposición de estas obras. Bien, hasta esa libertad tendrá límites, pero el caso no es dónde ponerlos, sino la pertinencia de usar esos bichos pudiendo representarlos de cualquier manera que la creación fecunde.

Es casi un lugar común mencionar a esta altura del siglo los cambios socioculturales que se están produciendo, sobre todo aquellos que tienen que ver con la convivencia entre el ser humano y la naturaleza, desde una piedra hasta los seres vivos con el sistema nervioso más desarrollado entre aquellos que llamamos animales. Precisamente, la comisaria Munroe dice que estas obras exploran esa relación entre las personas, la naturaleza y la cultura. Los zoológicos han servido para indagar sobre eso —también aquellos antiguos museos de ciencias naturales— y algunos siglos de reflexiones al respecto han concluido con el cierre de estos recintos sin que ningún maltrato animal decantara la decisión. También se enterró al negro de Banyoles y se ha revisado la dignidad expositiva de huesos humanos o cierto uso del cuerpo femenino en el arte, como manda una sociedad que modifica sus gustos y costumbres, que amplía su sensibilidad al dictado de un cráneo privilegiado.

En un mundo donde la televisión traslada la curiosidad allá donde no alcanzan los numerosos viajes, la pregunta no es tanto si estos animales son arte o no son arte, ni si un museo debe o no exponerlos. La pregunta es para los artistas: ¿es esto necesario?

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Sobre la firma

Carmen Morán Breña
Trabaja en EL PAÍS desde 1997 donde ha sido jefa de sección en Sociedad, Nacional y Cultura. Ha tratado a fondo temas de educación, asuntos sociales e igualdad. Ahora se desempeña como reportera en México.

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