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Columna
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Fábrica de naciones

De instrumento de comunicación, el idioma pasa entonces a ser llave de un poder político ilegítimo

Antonio Elorza
Manifestación en febrero en Palma para exigir que los médicos no tengan que aprender catalán.
Manifestación en febrero en Palma para exigir que los médicos no tengan que aprender catalán.Lucía Bohórquez

En una conferencia pronunciada hace años, un inteligente politólogo catalán ya desaparecido quiso aclarar ante su auditorio alicantino qué era lengua nacional. Ejemplo, el uso generalizado del catalán, perceptible por cualquier visitante de Barcelona. Luego el catalán era la lengua nacional. Al poco añadió: I ara com estem a Alacant vaig a parlar en català. Es decir, daba lo mismo que el catalán fuese minoritario en Alicante: al pertenecer a los Países Catalanes la prioridad del catalán como idioma nacional debía quedar asegurada.

En ese sentido, cabe admitir que existe un riesgo político y cultural no desdeñable ante estrategias tendentes a invertir la situación vigente en España de pluralismo lingüístico jerarquizado. Durante la Transición, el argumento para Cataluña era que la “normalización lingüística”, la preeminencia del idioma llamado propio, facilitaría la integración democrática al compensar el desgaste sufrido bajo el franquismo. Hoy vemos que no ha sido así y que el resultado consistió en la acentuación de las distancias culturales y políticas, empujando al enfrentamiento con España. Cuando la presión periférica sobre el tema se intensifica en el País Valenciano, Baleares, e incluso en Asturias, conviene abordar el tema, y no precisamente en blanco y negro.

La primera falacia a desterrar es que cualquier canalización normativa de tal presión supone un retorno al franquismo. Más bien se trataría de adecuación al entorno europeo. El ejemplo catalán prueba que el riesgo no reside en fomentar y cooficializar una lengua propia, sino en autorizar que se ponga en marcha un proceso de desplazamiento normativo del español. Titular en dos idiomas, ningún problema; sancionar a quien no use la llamada lengua propia, u otorgarle prioridad absoluta, no. Es el caso del catalán y los médicos en Baleares; como mérito, bien; garantía de monopolio por exclusión, inaceptable. En un tiempo de difícil acceso al mercado de trabajo, semejante exclusividad sirve solo para cercenar los derechos del conjunto de los trabajadores e ir constituyendo una elite autóctona que por propio interés se orienta a asentar una identidad política excluyente sobre tal privilegio.

De instrumento de comunicación, el idioma pasa entonces a ser llave de un poder político ilegítimo al socavar el principio de igualdad entre los ciudadanos. En suma, construya quienquiera su nación, pero como proceso endógeno, no frente a un Estado democrático, respetuoso del pluralismo. Sí a la plurinacionalidad existente, incluido pleno esporpolle (bable) de los rasgos culturales propios; no la ampliada hasta la disgregación. Sería necesario que el PSOE reflexionase sobre eso tras el tremendo resbalón del Estatut y su marasmo actual, y que el PP y Ciudadanos percibieran que la salida no está en una nueva centralización, sino en el federalismo.

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