Vuelve el análisis económico complaciente
La productividad cae, la desigualdad aumenta y el dumping empresarial campa por sus respetos; pero no hay que alterarse, porque el crecimiento de mantiene
De repente, vuelve la visión optimista al análisis de la economía española. Intelectuales de mucho o de poco fuste recuerdan que la cosa no está tan mal, que los pensionistas han sufrido menos que otros grupos de población los rigores de la crisis —así, solo estarían legitimados para protestar quienes figuran en el primer lugar de los damnificados, por lo que habría que inventar un damnimómetro—, que el pesimismo sobre la economía es un sentimiento inventado y que, bueno, el crecimiento económico sigue y eso es lo que importa, porque crecimiento es progreso y el resto son vainas. No hay que enfangarse en el catastrofismo, dicen. Aunque la tasa de paro haya tenido un pequeño traspiés en el primer trimestre de 2018 —ha subido dos décimas, hasta el 16,74%— y se hayan destruido 124.000 empleos. Nada que, en opinión de la novísima reacción analítica contra el pesimismo, no arregle la temporada turística de verano.
Pero el pesimismo se niega a desaparecer ante los conjuros del optimismo macroeconómico, ese que sostiene que como en general estamos mejor que nunca, en particular nadie tiene derecho a quejarse más que como una especia de pose estética. Una inmersión en aguas someras del mercado laboral nos dice que sí, que hay razones para la inquietud meditada. España tiene una tasa de paro que sonroja a la UE. La tasa de temporalidad es del 26,7%, el doble que la media de la UE 28 (14,3%). Los optimistas y el Gobierno directamente responsable ¿no advierten en esta diferencia una distorsión grave para la estabilidad laboral y social de los españoles? Al parecer, no importa que en los tres primeros meses de este año el número de contratos realizados equivalga al 35% del número de trabajadores empleados. Más de un tercio de la fuerza laboral rota incesantemente por razones que la nueva crítica feliz de la economía, experta en quitar hierro, examina bajo los principios de “mejor esto que nada” o “estamos mejor que nunca” (la humanidad en su conjunto, claro).
Tampoco molesta que el 33% de los nuevos contratos sean a jornada parcial. Las consecuencias de este modelo laboral son la precarización y la inestabilidad de quienes trabajan por meses, por días y aun por horas. La productividad cae, la desigualdad aumenta y el dumping empresarial campa por sus respetos; pero como el progreso macroeconómico (más bien macrocómico) no se detiene, los ministerios del ramo y quienes suponen que hay un complot (o convergencia de intereses) para instilar el pesimismo en los oídos de los españoles ni alteran los pulsos ni dejan de celebrar la mejora general que encubre el empeoramiento parcial.
El mercado de trabajo en España, bien radiografiado por la EPA, roza la deformidad. Lo saben los pesimistas recalcitrantes y los optimistas pendulares. Reclama una acción perentoria de política económica que, por desgracia, este Gobierno no está capacitado (por razones varias) para coordinar. Se trata de 1) incentivar la consolidación de empresas competitivas capaces de generar empleo estable; 2) de atajar, con acciones coercitivas contundentes, el fraude que consiste en cubrir puestos de trabajo permanentes con contratos temporales y 3) de combatir la conversión forzosa y de facto de los contratos a tiempo parcial en contratos a jornada completa. Bastaría con eso para mirar de otro modo a los defensores de la economía sonriente; si además se rectifica la reforma laboral, miel sobre hojuelas.
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