ETA pasea la serpiente de la paz
La obscena llamada al perdón encubre el objetivo de consolidar un modelo de sociedad delatora
ETA no existe. Se ha extinguido. La han extinguido su ferocidad anacrónica y el Estado de derecho, de tal forma que sus comunicados de ultratumba únicamente retratan los movimientos reflejos de un cadáver putrefacto. ETA es una abstracción. Ni siquiera ha logrado materializar a la banda la obscena conciencia del perdón. Porque ETA pide perdón igual que mataba: con la pistola en la nuca, atribuyéndose una posición de decencia y de exquisitez en la montaña del osario. Ya lo decía el capo mafioso Leoluca Bagarella en el fiel del juicio final: “Dios da la vida, yo la quito”.
Ni ETA existe ni ha pedido perdón. La mera discriminación entre muertos necesarios y superfluos expresa la brutalidad de su discurso y reivindica la contribución necesaria de su historial criminal. No disculpa la ejecución de un guardia civil ni de un concejal ni de un juez ni de un periodista, pero los últimos pistoleros se conmueven con los cuerpos de los niños descoyuntados. O con la mala suerte de un transeúnte. O con la mujer embarazada a quien despedazó el amonal, arrastrando su pierna como la arrastra entre alaridos la mujer del Guernica de Picasso.
Entrañables etarras, verdugos piadosos. Se les han abierto las entrañas a los matones. Y corazón no había, pero el fingimiento de una vomitiva filantropía aspira a la respuesta solidaria, magnánima del Estado, de la sociedad y de las instituciones. Produciría estupor agradecer a los terroristas que hayan liberado de su conciencia la serpiente de la paz, pero algunos síntomas inquietantes sobrentienden una tolerancia hacia el modelo de sociedad excluyente, intimidatoria, delatora, que impusieron los asesinos con el pretexto de la guerra (unilateral) al opresor.
Ha sido el Parlamento de Navarra el que se ha solidarizado con la manada de Alsasua. Y ha sido el Gobierno foral el que se ha pronunciado del lado de los agresores a los guardias civiles, considerándolos una expresión arbitraria e injusta de los delitos de terrorismo.
Es legítimo el debate sobre la oportunidad de un proceso a la antigua usanza etarra en la Audiencia Nacional, pero resultaría indignante que el brutal linchamiento a los agentes de la Benemérita se resolviera en el prosaísmo de una pelea de bar. Ni siquiera el delito de odio responde al móvil de paliza. Los guardias civiles fueron apaleados porque eran guardias civiles. Proscritos en el pueblo. Aislados como fuerza de ocupación. E intimidados junto a sus familias en una cápsula que retrata la suspicacia y rechazo hacia quienes recelan de la independencia.
ETA ya no mata porque no puede matar, pero el principio de la termodinámica presupone que su energía homicida pueda transformarse en presupuesto necesario de la normalización, entendiéndose por normalización no ya la memoria tergiversada de sus atrocidades —853 asesinados, 6.389 heridos, 86 secuestros, 3.600 atentados—, sino un estado de amnesia, de coacción y de sensibilidad que abocaría, como en Alsasua, a la naturalidad con que la omertà mafiosa y la delación identifican el sueño pervertido y todavía verosímil de la nación pura a expensas de las reglas elementales de la convivencia.
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