La gata de Montaigne
Va siendo hora de contar la historia de la rebelión animal frente al maltrato, la tortura, la cacería y la producción industrial de la muerte.
CUANDO IBAN a ser introducidas en el camión que las llevaría al matadero, Hermien y Zus se dieron a la fuga. Zus fue arrinconada y capturada horas después. Pero Hermien consiguió zafarse de los captores y vivió como una resistente, oculta en los bosques durante seis semanas. La historia de esta vaca rebelde conmovió Holanda a principios de este año. Una red solidaria recaudó fondos para evitar su sacrificio y el de su compañera Zus. Ahora viven en Frisia, el país de las islas, en un espacio libre, limpio de medio.
Hermien no hizo declaraciones. Todavía no hay intérpretes para su lengua. Pero podemos imaginar lo que pasó por su mente. El ruido del camión de madrugada. La luz escrutadora de focos y linternas. El olor a amoniaco del silencio humano, salpicado con detonaciones de voz agria. Una tensión musculosa que amarra el aire. La vibración telegráfica de cuerdas y bastones. Los trompicones de las sombras abultadas. Podemos imaginar que algo pegajoso traía el camión en el vacío. El embrión común en el relato ancestral de animales y humanos. El miedo.
Para el pensamiento cuadriculado, los mamíferos tienen cerebro, pero eso no significa que tengan mente, ni mucho menos conciencia
El miedo te paraliza o te pone en acción. Tal vez si fueran personas humanas las conducidas a un matadero, la proporción habría sido la misma a la hora de huir. Hermien y Zus sintieron miedo. Tomaron conciencia del peligro. Podemos ir todavía más allá. En su mente había una memoria que activó su imaginación. Porque para eso está la imaginación, para adentrarnos en lo desconocido y luchar contra lo que ignoramos. Las vacas tenían la información esencial. No sé cómo, pero la tenían. Sabían que iban a morir. Y Hermien y Zus se rebelaron contra ese destino.
Podríamos decir ahora que actuaron como personas humanas, pues el distintivo humanístico más decisivo es la desobediencia justa o la rebeldía frente a la injusticia. Es lo que emociona hasta las lágrimas en El pequeño salvaje, de François Truffaut.
Podríamos concluir, si, con humano orgullo, Hermien y Zus, al rebelarse, actuaron como humanos. Pero va siendo hora de contar la historia de otra forma. La historia de la rebelión animal frente al maltrato, la tortura, la cacería y la producción industrial de la muerte, esa de la que escapó nuestra heroína Hermien.
Para el pensamiento cuadriculado, los mamíferos tienen cerebro, pero eso no significa que tengan mente, ni mucho menos conciencia, y por lo tanto se ríen de quienes reclaman derechos para estos seres sintientes. Además de tener mejor letra, fue mucho más lúcido Michel de Montaigne que Descartes. Este prodigioso señor tuvo el humor inteligente de escribir: “Cuando juego con mi gata, ¿quién sabe si no soy un pasatiempo para ella más que ella lo es para mí?”. Y no dudó en denunciar la violencia innecesaria contra los animales: “Cuando veo el cuello de un pollo arrancado o un cerdo apuñalado, me siento apenado; no puedo soportar oír el gemido de una pobre liebre cazada por los perros”.
Es un mundo en gran parte por descubrir y contar, la rebelión animal a lo largo de la historia. Hay libros meritorios que afrontan directamente esta cuestión, como Miedo al planeta animal, de Jason Hribal. Es apasionante el apartado Ahora vamos a elogiar a los animales infames, que firma el escritor Jeffrey St. Clair. No siempre se consideró que los animales carecían de conciencia. En la Edad Media, en muchos lugares, se les reconocía de una forma paradójica: sometiéndoles a juicio, tanto por tribunales eclesiásticos como seglares. Hay episodios que tienen cierta comicidad, como cuando, en 1522, por intervención de un brillante defensor, Bartolomé Chassenée, las ratas de Autun, en Borgoña, fueron libradas del exterminio, pero se les conminó a abandonar el territorio en seis días. Pero la historia es muy dramática: los animales juzgados por la Inquisición sufren todos los tormentos y son quemados en hoguera o enterrados vivos. Todavía más espeluznante: la persecución a las “hechiceras”, es decir, a las mujeres sabias y libres, solía ir acompañada de la persecución a sus mascotas.
Un caso documentado es el de Françoise Secrétain, llevada al tribunal inquisitorial en Saint-Claude, en Borgoña, acusada de brujería y de tener relaciones con el diablo por intermedio de sus animales de compañía: un perro, un gato y un gallo. Sufrieron las mismas torturas. Una de ellas, la introducción de un atizador al rojo vivo en la garganta para ver “si derramaban lágrimas”. El juez, Henri Boguet, que se jactó en sus memorias, dictaminó que no, que no hubo suficientes lágrimas en Françoise y sus animales. Los quemaron juntos en la hoguera.
Habrá que ir a Frisia y llevarle una ofrenda de trébol a Hermien y Zus.
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