Siria: de la guerra química a la guerra cosmética
El estéril bombardeo de EE UU, Francia y Reino Unido consolida el poder de Putin y El Asad
Si no hubiera 500.000 muertos y Siria no hubiera degenerado en el paisaje desolado de Chechenia, podría citarse el sketch de Gila sobre la guerra. Y evocar las interrogaciones del pasaje que lo introducía: ¿es el enemigo? Que se ponga. Y el enemigo, Putin con el disfraz de Bachar El Asad, se ha puesto al otro lado de la línea, sin ánimos de represalia, casi enternecido por la parodia de ardor guerrero en que han incurrido Donald Trump, Theresa May y Emmanuel Macron, coreografiando una operación de propaganda que, en realidad, refuerza y conforta a los adversarios.
Bachar el Asad y Vladímir Putin pueden seguir con la matanza siempre y cuando no abusen de las armas químicas. Se ha afeado a ambos la ferocidad y la crueldad, pero el eje que han improvisado Washington, París y Londres se ha prevenido de cualquier peligro de escalada. Y casi les ha faltado pedir perdón, aunque la mera decisión de anunciar los ataques y los objetivos demuestra que la ofensiva podría haberse realizado con fuegos artificiales y humaredas de efectos especiales.
El simulacro es un pretexto para definir el escenario geopolítico. Esta guerra de siete años ha tenido siempre un perdedor, el pueblo sirio, pero ha ido variando en sus vencedores, contendientes, aliados, objetivos. Siria es la guerra de todas las guerras en la dinámica de su propia atomización.
Es la guerra de suníes contra chiíes. Es una guerra civil. Es una guerra de insurgencia a un tirano. Es la guerra contra el yihadismo. Es la guerra del ridículo de la ONU. Es la guerra de Oriente Próximo. Es la guerra de Israel contra Irán. Es la guerra del problema kurdo. Y es la guerra de Estados Unidos contra Rusia. Más fría que caliente, pero inequívoca de los recelos que han revitalizado ambas naciones, pese al entusiasmo con que Putin y Trump concelebraron la victoria del presidente republicano.
Donald Trump ha rectificado la indulgencia de Obama a los ayatolás y ha consolidado la alianza con Israel. Y ha añadido a sus huestes la satrapía de Arabia Saudí y el peso militar, geoestratégico, de Turquía, de tal forma que las antiguas disputas antisionistas de la región han quedado subordinadas a la aversión común que ofrece el bloque chií (Irán, Siria, Líbano, Hezbolá).
Hubiera sido interesante, prometedor, que la ofensiva inofensiva de la noche del viernes hubiera amenazado realmente el poder de Bachar el Asad. La caída del presidente sirio fue el verdadero origen de la guerra, cuando la comunidad internacional conspiró para derrocarlo. Cuando se estimuló la insurgencia.
Y cuando el Estado Islámico, en situación embrionaria, formó incluso parte de la implícita alianza occidental. El caos que ha sobrevenido desde entonces amontona medio millón de muertos. Y define un fracaso al que Estados Unidos, Francia y Reino Unido han disfrazado de ética y estética cosméticas. El mayor daño que se le puede hacer a Putin es boicotear el Mundial de fútbol.
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