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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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La bandera no es una mordaza

Las nuevas cocinas latinas avanzan para perfilar sus señas de identidad

El chef peruano Gastón Acurio en su cocina.
El chef peruano Gastón Acurio en su cocina.Getty Images

La América Latina de los sabores ha pasado del nada al todo en poco más de 10 años. Apenas arrancado el siglo, el Perú de Gastón Acurio lanzó nuestro pequeño mundo a la cruzada de las cocinas, dando inicio a la mayor convulsión culinaria de nuestro tiempo. En un abrir y cerrar de ojos pasamos de la vergüenza al orgullo, de la distancia y el desprecio a la reivindicación de lo propio. Ahí está la esencia de la revolución culinaria proclamada primero desde Perú, seguida justo después por México y a la que con el tiempo se ha ido incorporando el resto de la región. Unos con más fuerza en los últimos años, como sucede en Chile y Brasil, otros incorporándose de a pocos, como es el caso de Ecuador, Bolivia o Colombia, mientras Uruguay da los primeros pasos y Argentina se lo sigue pensando.

Las nuevas cocinas latinas avanzan al ritmo que marca el tremolar de sus banderas. Trabajan para perfilar señas de identidad, ponen en valor los emblemas de su despensa, se esfuerzan por definir raíces, marcan territorios y asientan querencias. Vivimos un proceso llamativo, fascinante y contradictorio. En buena medida es saludable que sea así y parece lógico que se viva de forma apasionada y a menudo convulsa, entre altos y bajos, alegrías y decepciones, convirtiendo la relación con la cocina en una montaña rusa emocional que acaba trazando un paisaje definido por ahora entre blancos y negros, sin demasiados matices intermedios. Hasta hoy, el nuestro ha sido más un grito de rebeldía que una mirada interior decidida. Estamos más en la tarea de exhibir la grandeza recién descubierta y desafiar al mundo con nuestro esplendor apenas estrenado que en la de aprender a conocernos, profundizar en lo que nos hace diferentes y consolidar las bases que ayudarán a tejer una alternativa de futuro.

Ahí nace, precisamente, la parte más llamativa del momento que viven las cocinas latinoamericanas; el sugestivo candor con que se trazan, se proclaman y se defienden las verdades absolutas. Hemos despertado de un sueño de siglos con la certeza de ser únicos e imbatibles y la sensación, cada día más firme, de que la condición recién descubierta vino dada por el destino. Nos pertenece por derecho propio y no es un punto de partida o un instrumento para continuar avanzando sino un objetivo ya conquistado. Para algunos, ese es el principio y el final de todo; no encuentran motivos para ir más allá. No tuvieron que trabajar demasiado para conseguir lo alcanzado y tampoco importa hacerlo para consolidarlo, como si fuera a seguir ahí para siempre sin importar lo que hagamos. Todo fue bien hasta que las banderas empezaron a ocultar las cocinas y dejaron de ser un estímulo y sobre todo un argumento, convirtiéndose primero en excusa y pretexto, a continuación en muralla defensiva y finalmente en arma de asalto.

Lanzado por estos caminos, el nacionalismo culinario se muestra como un arma de doble filo. Fundamenta nuestro orgullo y marca el camino que debe llevarnos al futuro, pero tiene su gran punto de quiebre en la fragilidad del éxito obtenido y una innata capacidad para elevar cada logro a la categoría de tópico cuando el trabajo queda al margen, la biodiversidad pasa a ser un reclamo de cartón piedra y las cocinas se desdibujan. Cualquier cosa puede ser cuando una región consolida la patria como argumento supremo de sus cocinas. Y la patria, unos lo saben y otros lo sufren, acostumbra construirse sobre verdades inmutables; ni se toca, ni se cuestiona, ni mucho menos se transforma. Las voces de alerta y las críticas son mal recibidas. Todo empieza a fallar cuando las cocinas se esconden detrás de las banderas.

La bandera no puede ser una mordaza. Gustan pensarlo esos cocineros que viven su carrera profesional atormentados por la obsesión del éxito, y lo aplican en cuanto ven cuestionada su grandeza, ignorando que el diálogo, el debate y la reflexión que ambos conllevan son, precisamente, los mejores argumentos para la mejora y el crecimiento. Ni siquiera la idea de patria como realidad suprema está reñida con el choque de ideas y mucho menos con el trabajo, la curiosidad y el conocimiento.

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