La primera vez que John vio un cadáver
Se calcula que 75.000 menores no acompañados han abandonado Sudán del Sur por la guerra. Solo el 30% vuelven a encontrarse con sus familias
“Nunca hablamos de lo que pasó en nuestro país, Sudán del Sur. Nos acordamos de todo, pero no queremos pensar en ello. Hasta entonces nunca habíamos oído disparos ni habíamos visto cadáveres”. John Ngota, de 17 años, habla despacio y con serenidad mientras sus hermanos Yakani Moses y Joseph Data, dos y tres años menores, respectivamente, permanecen sentados en silencio. “Nuestros padres eran agricultores. Nunca en su vida habían tocado un arma, pero nuestro pueblo estaba controlado por los rebeldes”, prosigue. “En septiembre pasado, el Ejército decidió atacar”.
Los padres de los chicos estaban trabajando en el campo cuando los soldados entraron en el poblado de Payawa. Los rodearon y los mataron allí mismo junto a otros civiles. “Nosotros estábamos escondidos en la maleza. Cuando salimos, ya habían enterrado los cuerpos”, cuenta. Los hermanos se marcharon del pueblo e intentaron poner toda la distancia posible entre ellos y los asesinos de sus padres. Se dirigieron a la frontera con Uganda con un par de prendas de vestir y un poco de yuca. “Caminábamos durante el día y por la noche dormíamos entre los arbustos. Fue muy duro, había muchos mosquitos, y enseguida nos quedamos sin comida”, sigue relatando. Tardaron tres días en recorrer 55 kilómetros. “Cuando llegamos a la frontera, el 29 de septiembre, llevábamos un día entero sin comer”.
Actualmente, Ngota, Moses y Data se encuentran en Imvepi, uno de los campamentos para refugiados de Sudán del Sur que salpican la zona noroeste de Uganda. Si las organizaciones humanitarias encargadas de restablecer los lazos familiares no consiguen encontrar a ningún pariente en los campamentos, serán trasladados a un centro de acogida. “Esto es muy diferente de nuestro pueblo. Allí había muchos árboles y montañas y el clima era más fresco”, recuerda Ngota con un deje de nostalgia en la voz. “No tenemos alternativa. Tenemos que adaptarnos. Por lo menos, aquí estamos seguros”.
Desde diciembre de 2013, Sudán del Sur, el país más joven del mundo, es escenario de una feroz guerra civil consecuencia de la lucha por el poder entre el principal partido político y el antiguo movimiento por la independencia. Hasta ahora, el conflicto ha causado al menos 300.000 muertos, 1,8 millones de desplazados internos y dos millones de refugiados. Uganda acoge actualmente a más de un millón de refugiados sursudaneses, el 65% de los cuales son mujeres y niños menores de 18 años. “La inseguridad alimentaria y la búsqueda de una formación son los dos factores clave que explican el elevado número de niños”, dice Samuel Vandi, delegado adjunto para la protección de la infancia de Acnur. “La situación en sus lugares de origen y el entorno protector que los rodeaba han quedado trastocados”. Según un reciente informe de Unicef, desde que empezó la guerra “más de 2.300 niños han sido asesinados o mutilados, y alrededor de 19.000 han sido reclutados por los grupos armados y asociados a ellos”.
Ngota y sus hermanos son algunos de los cada vez más numerosos niños no acompañados y separados de sus familias que huyen por sus propios medios de la guerra civil de Sudán del Sur. Acnur ha contabilizado más de 75.000 —16.000 solo en Uganda— pero las cifras reales podrían ser muy superiores. Acaban de quedarse huérfanos o han perdido el contacto con su familia durante los enfrentamientos, y algunos han caminado durante días bajos el sol abrasador, sufriendo hambre, sed y la violencia de los grupos armados. “Solamente en el 30% de los casos se encuentra a sus padres”, explica Ben Onziga, la persona de referencia para el restablecimiento de los lazos familiares de la Cruz Roja de Uganda en el centro de acogida de Imvepi.
Uganda acoge actualmente a más de un millón de refugiados sursudaneses, el 65% de los cuales son mujeres y niños menores de 18 años
Desde los puntos de agua hasta los mercados, los colegios y las iglesias, sus figuras flacas y desamparadas pueblan cada rincón de los asentamientos para refugiados situados a la orilla del Nilo, entre hileras de deliciosas colinas ondulantes.
Muchos de ellos padecen las cicatrices de la violencia física o psicológica. Beatrice y Christine (nombres ficticios por seguridad), dos gemelas de 16 años, fueron raptadas de la casa de su abuela el pasado mes de julio y reclutadas a la fuerza por un grupo de rebeldes. Las hermanas pasaron dos semanas en el bosque, sometidas a diario a palizas y a la instrucción militar. “No había comida, y cada vez estábamos más delgadas”, recuerda Beatrice, mientras las palabras le brotan a raudales. “Decidimos huir. No sabíamos dónde estábamos, pero no queríamos morir”. Las chicas probaron suerte una mañana, mientras cogían agua de un arroyo cercano, pero un grupo de rebeldes furiosos no tardó en divisarlas y salir tras ellas. “Nos disparaban. Una bala me dio en la pierna”, prosigue mostrando una cicatriz justo encima de la rodilla derecha. “Yo lloraba, pero conseguimos escondernos detrás de una pared. No pudieron encontrarnos”. Beatrice y Christine permanecieron allí durante horas antes de que las rescatase una patrulla de soldados congoleños, las llevase a un hospital y, por último, a Imvepi.
La relativa seguridad de Uganda no ha servido de mucho consuelo a las hermanas. “Vivimos siempre con miedo. En cualquier momento, nuestros secuestradores pueden llegar y registrarse como refugiados, igual que hicimos nosotras”, continúa. “Si nos reconocen, nos matarán en el acto”. Les han asignado una madre de acogida, pero los problemas a los que se enfrentan cada día hacen difícil recuperar una apariencia de vida normal. Cuando vuelven a casa del colegio, tienen que coger agua y hacerse la comida. No les dan ropa ni calzado, y tienen que intercambiar parte de las exiguas raciones de comida que les dan para comprar jabón y otros artículos básicos.
Por ahora solamente se han recaudado 32 de los 883 millones solicitados por Acnur para la emergencia de Sudán del Sur, lo cual obliga a las organizaciones de cooperación a reducir las raciones de alimentos y los servicios más elementales. “Nuestro Gobierno puede atender a la gente que llega, pero necesitamos más ayuda de la comunidad internacional”, confirma Solomon Osakan, funcionario del Departamento Ugandés de Refugiados responsable de la zona. Los menores no acompañados son confiados a padres de acogida, también refugiados, pero la falta de ayuda ha condenado el programa desde el principio. Incapaces de alimentar o integrar a los niños adoptados, muchas acaban abandonándolos o echándolos, a menudo sin informar a las organizaciones humanitarias. Algunos niños cambian de familia varias veces; otros se van y acaban viviendo solos o en hogares especiales con otros menores que nadie quiere.
Las dificultades económicas también han afectado a la enseñanza. Aunque Acnur ha conseguido abrir colegios de primaria en los campamentos, los fondos no alcanzan para los programas de secundaria. Las infraestructuras locales ya existentes están al límite de su capacidad, mientras que las creadas por los refugiados no dan abasto para atender al cada vez más numeroso flujo de personas. “Hemos construido y gestionado este colegio nosotros mismos. No tenemos más medios de subsistencia que las raciones de alimentos”, explica James Alau Okumu, un refugiado de 38 años, director de la Escuela Secundaria de Padres de Idiwa, que empezó a funcionar en el asentamiento de Palorinya hace cuatro meses. Las aulas, oscuras y atestadas, algunas de las cuales acogen a centenares de alumnos simultáneamente, dan testimonio del lamentable estado del centro. Con el fin de cubrir los gastos corrientes, la escuela cobra a cada estudiante una cuota anual de 150.000 chelines ugandeses (unos 35 euros), una cantidad importante que no todas las familias pueden costear. En consecuencia, casi una cuarta parte de los 800 alumnos que tenía al principio ya han dejado el colegio.
Los niños traumatizados se pueden volver agresivos y aislarse cada vez más, y hay que tratarlos con cuidado. Si los tratas mal o les diriges palabras desagradables, su trauma vuelve a aflorar
Uno de ellos es Wani Bosco, un chico de 16 años lleno de vitalidad separado de sus padres. “Cada día me obligo a ir al colegio con la esperanza de que se apiaden de mí, pero siempre me echan”, cuenta dolido. Bosco huyó a Uganda por su cuenta a principios de enero de 2017 y actualmente vive en acogida con otros 26 menores en un orfanato dirigido por una organización de Sudán del Sur. Es un lector apasionado y le gustaría ser médico, pero hasta ahora la única educación que recibe son las clases nocturnas de repaso organizadas por los propios huérfanos.
Los ancianos de la zona ya han hecho sonar la alarma advirtiendo del peligro que supone esta masa de jóvenes ociosos sin educación, muchos de ellos traumatizados por la guerra. Recientemente, los funcionarios de Palorinya han observado entre los jóvenes un pronunciado aumento de la delincuencia, el consumo de drogas y alcohol, la prostitución, la tasa de sida, los embarazos de menores y las violaciones. “Los niños traumatizados se pueden volver agresivos y aislarse cada vez más, y hay que tratarlos con cuidado. Si los tratas mal o les diriges palabras desagradables, su trauma vuelve a aflorar”, explica Chaplain Duku, un pastor bautista de 28 años, cuidador del orfanato de Palorinya.
El albergue para niños, que al principio se encontraba en la ciudad sursudanesa de Kajo Keji, fue trasladado al campamento de refugiados a principios de 2017 con docenas de huérfanos. “Todos nuestros vecinos huyeron, no había medios de transporte ni un sitio al que ir”. Tras un largo y arriesgado viaje, el centro se reconstruyó en este trozo de tierra árido y polvoriento. Lo forman una estructura de madera cubierta con lona y unas cuantas cabañas adyacentes.
Debido al precario estado del orfanato, los niños más pequeños han sido trasladados a un edificio más adecuado en la cercana ciudad de Adjumani, donde disfrutan de mejor alojamiento, un pequeño patio y una clínica. El centro lo dirige Mama Susan Abiku Tabia, una enérgica mujer de 68 años que ha dedicado su vida a los niños. Hace poco, el padre de tres hermanos de ocho, cinco y tres años cayó en manos de un grupo armado en Sudán del Sur, donde había entrado clandestinamente para conseguir algo más de comida para su familia, y lo mataron en el acto. Incapaz de hacerse cargo de los niños ella sola, la madre se volvió a casar y los abandonó. “Ahora tienen un aspecto fuerte y saludable, pero cuando los encontramos eran esqueletos andantes”, cuenta Mama Susan.
Cinco hermanos se vieron obligados a presenciar cómo un grupo de soldados daba una paliza y violaba a su madre antes de prender fuego a sus partes íntimas
Un hermano y una hermana de siete y cuatro años tienen una historia casi idéntica. Cuando mataron a su padre en Sudán del Sur, su madre se suicidó tirándose al Nilo. Los vecinos llevaron a los niños al orfanato. Cinco hermanos se vieron obligados a presenciar cómo un grupo de soldados daba una paliza y violaba a su madre antes de prender fuego a sus partes íntimas. “Los más pequeños no saben qué es la muerte, así que a menudo te dicen que su mamá se ha muerto y, a continuación, te preguntan si va a volver. A veces es difícil darles una respuesta”, cuenta Mama Susan.
Sudán del Sur ya ha pasado por dos largas y sangrientas guerras de independencia con Sudán que han durado 38 años en total. Ahora que la guerra civil entra en su cuarto año y no se vislumbra ninguna esperanza de que la situación vaya a mejorar, la persistente falta de interés por parte de los donantes y la comunidad internacional condena no solo a los refugiados, sino el futuro de toda una generación.
En Imvepi, Ngota y sus hermanos siguen buscando a su familia. “Nuestra prioridad es encontrarlos y estudiar”, afirma el chico. Uganda tiene una de las políticas de refugiados más liberales del mundo y les permite que tengan libertad de movimiento además de un trozo de tierra para cultivar. Los tres hermanos pueden quedarse en el país si quieren, pero abandonar Sudán del Sur para siempre es algo que ninguno de ellos está preparado para aceptar. “Cuando termine la guerra, volveré a mi país”, concluye Ngota. “Sé que, aunque tarde mucho, algún día habrá paz”.
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