¿La Iglesia “excomulga” a la mujer?
La adhesión de monseñor Osoro a la huelga del 8M contrasta con la discriminación generalizada, tanto en la integración como en el papel gregario del clero femenino
La mariana adhesión de monseñor Osoro a la huelga del 8 de marzo y la solidaridad de otras eminencias revestiría más credibilidad si no fuera porque la Iglesia católica representa el espacio absoluto, categórico de la discriminación de la mujer en la sociedad occidental.
No ya pervirtiendo el principio de la tolerancia y de la equidad cristianas, sino convirtiendo al clero femenino en un rebaño gregario, subordinado servilmente a la jerarquía masculina. No hay sacerdotisas ni obispas. Ni cardenales ni cardenalas. Tampoco asiste una sola mujer a la última cena, de forma que la iconografía, la tradición y la liturgia, deudoras de la connotación pecaminosa de Eva en las puertas del Paraíso, han consolidado una asimetría cultural e histórica a la que trató de poner cataplasmas demagógicos el reformismo interruptus de Francisco.
Goza el papa Bergoglio de una insólita inmunidad, al celebrarse sus primeros cinco años de pontificado. Se le atribuyen proezas que no ha realizado y promesas que no ha cumplido, incluido el compromiso que adquirió para replantear el papel de la mujer en la Iglesia. Consciente de la presión y más consciente de su instinto oportunista, el pontífice escogió el método canónico que narcotiza el problema y que eleva los debates al éter: la apertura de una comisión.
Más que una revolución fue una ocurrencia. La improvisó el Papa en mayo de 2016, cuando las representantes de la Asamblea Plenaria de las Superioras del Vaticano -mucha rimbombancia, poco contenido- le trasladaron en una audiencia la frustración que suponía la postergación femenina de los espacios de influencia, de decisión y de ejercicio. No es que reclamaran el camino del papado, pero sí algunas novedades en el recorrido hacia la integración. Empezando, acaso, por el diaconado, un sacerdocio encubierto o de tercer grado cuyas atribuciones alcanzan a impartir la comunión y el matrimonio, aunque en ningún caso la consagración ni la confesión.
Es una reivindicación humilde, un proyecto de mínimos que aspira a reanimar el inmovilismo vaticano, cuyos dicasterios y organismos de poder están más cerca de un régimen feudal que de una democracia aseada. Una sola mujer tiene galones en la Santa Sede. Se llama Barbara Jatta y dirige los Museos Vaticanos a semejanza de un cuerpo extraño entre el patriarcado eclesial.
La Iglesia no reacciona a la actualidad en el ensimismamiento de su naturaleza pétrea, pero no puede sustraerse ni a sus contradicciones ni a las reformas que han emprendido otros cultos cristianos occidentales. Una primera mujer obispo ya ha accedido a la jerarquía de Iglesia anglicana, de la misma manera que otra, por más señas divorciada, llegó a presidir hace una década la Iglesia luterana, no ya rectificando la desigualdad enfermiza de las comunidades cristianas, sino anteponiendo la normalidad del trabajo pastoral y su integración en la sociedades, más todavía cuando la crisis de fe y la mala reputación de la familia eclesiástica en su hermetismo y en sus delitos contrastados amenazan con desenganchar a la feligresía o exponerla a la idolatría.
Se trata de impartir la tolerancia, de divulgar el Evangelio, no de someterlo a las restricciones y a los dogmas. Ni siquiera existe en la Iglesia romana uno que contradiga el sacerdocio femenino, pero se ha consolidado una percepción enfermiza, condecescendiente y recelosa hacia la mujer que estos días han excitado el oscurantismo de monseñor Munilla en la diócesis de San Sebastián, acusando al feminismo de haberse abierto de piernas a Satán, ofreciendo al diablo el sacrificio del aborto y la aberración del lesbianismo.
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