La alfombra roja de los Oscars, el Ibex de la Moda
Jane Fonda da una lección de estilo con su Balmain en un evento que ha perdido emoción y donde gran parte de las elecciones estilísticas están sujetas a un contrato
Más de 30 millones de personas vieron la ceremonia de los Oscar de 2017, según datos de la Academia de Cine estadounidense. Y, para los no premiados, la única oportunidad de dirigirse a semejante audiencia es la alfombra roja. Que esta pequeña ventana de exposición se consuma en explicar de qué marca se va vestido resulta frustrante. Les sucede a los hombres, pero sobre todo a las mujeres: la cuestión estilística suele ir siempre por delante de la artística.
Es fácil comprender por qué estos profesionales reivindican que se les pregunte por su carrera. Son mucho más que maniquíes andantes, aunque esa noche también interpretan ese papel. Por eso, resulta ingenuo pretender que no se les formule la cuestión del millón: ¿De quién es tu vestido? Los diseños –que en el caso de los de alta costura pueden llegar a costar lo mismo de un coche de gama media- no se prestan a cambio de nada. También es hipócrita. Sobre todo, si el individuo ha firmado un contrato millonario como imagen de una marca para aparecer en sus campañas, sentarse con cara de reconcentración en alguno de sus desfiles, y representarles en los Oscar. Porque la repercusión que las firmas obtienen esa noche es infinitamente mayor a la de cualquier pasarela.
Hay demasiado en juego para continuar de luto en señal de protesta por el acoso sexual como sucedió en los Globos de Oro. Además, los Oscar permiten a las firmas asociar sus valores a los de una estrella en uno de los pocos eventos donde el cuento de hadas del glamour aún parece creíble. Por eso, sus agencias de comunicación bombardean a los medios para asegurarse de que cada vestido estará bien acreditado. Pero no es suficiente. Nada como oír de su propia voz el nombre de la enseña. Las actrices y actores lo saben. Y lo cobran. Venden su imagen y eso tiene un precio: responder a una pregunta.
Los Oscar se han convertido así en una cita casi tan determinante para la industria del cine como para la de la moda. Y esa mercantilización de la estética resta espontaneidad y emoción a la alfombra roja. Casi todas las elecciones de estilismo responden a razones contractuales. Antes de que pisen la moqueta ya se sabe que Jennifer Lawrence vestirá de Dior, porque es imagen de la maison, y que la nominada a mejor actriz, Margot Robbie, lo hará de la firma que acaba de nombrarla embajadora, Chanel. Ninguna de las dos decepcionó: la primera con un diseño en malla metálica y la segunda, con una pieza blanca de alta costura rematada por cadenas de cristal.
También es esperable que Nicole Kidman luzca Armani Privé, como suele hacer, y así sucedió con un vestido azul de escote corazón. Que Salma Hayek, mujer de François-Henri Pinault, presidente del conglomerado de empresas del lujo Kering, elija modelo entre alguna de las muchas marcas que posee su marido: en este caso un Gucci decorado con cristales. Y que nadie opte por Marchesa, la firma de la ex mujer de Weinstein otrora preferida de muchas celebrities.
La alfombra funciona más que como un termómetro de las tendencias –que nadie se llame a engaño- como un Ibex de la moda. Observando qué visten los actores, se puede inferir qué marca tiene las arcas más boyantes; cuál posee mejor instinto para apostar por los talentos que despuntan; y quienes cuentan con los relaciones públicas y estilistas más astutos, capaces de colocar sus diseños a aquellos que no están sujetos a ningún compromiso publicitario.
Como los de Rem Acra, que vistieron de rojo a Allison Janey, nominada a actriz de reparto por Yo, Tonya. Ese mismo color lucía Sofía Carson, de Giambattista Valli, diseñador también elegido por Zendaya. Los responsables de Balmain se marcaron un tanto al conseguir que la majestuosa Jane Fonda, la reina de la noche, luciese uno de sus piezas en blanco y de hombros armados. También Laura Dern eligió ese color para un Calvin Klein de líneas depuradas. La marca dirigida por Raf Simons vistió a Saoirse Ronan, nominada por Lady Bird, con una sencilla pieza en rosa que recordaba a la que Gwyneth Paltrow escogió para recoger su Oscar. Un destello de personalidad el de estas tres mujeres entre tanto uniforme de princesa: palabra de honor, brillos y colores empolvados, como el Dior que llevaba Elisabeth Moss. Rompía el protocolo ‘tarta de bodas’ con éxito Greta Gerwing, directora de Lady Bird, con un Rodarte amarillo de inspiración años noventa. Menos acertada resultaba Emma Stone con un traje de raso de Louis Vuitton.
Este año, no solo los nominados concentraron todas las miradas. Mira Sorvino y Ashley Judd, dos de las abanderadas del movimiento #MeToo, aparecieron juntas y enfundadas, respectivamente, en un vestido con larga cola de pedrería de Romona Keveža y un palabra de honor violeta de Badgley Mischka. A veces –las menos- las razones para elegir un diseño y no otro son simplemente sentimentales. Es el caso de la tenista Garbiñe Muguruza, que acudió envuelta en un vestido negro de aires griegos de Hannibal Laguna (¿La primera vez que el modisto pisaba la alfombra roja?). O el de la actriz Rita Moreno decidió llevar el mismo que lució cuando recibió el Oscar por West Side Story en 1962.
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