¿Por qué todos somos uno?
La idea de que alguien tiene varias personalidades —y además contrapuestas: una llena de bondad, otra malvada y asesina— es atractiva en las películas, pero no tiene nada que ver con la ciencia. Ese estado mental solo se daría debido a un trauma y dura unas horas.
La Personalidad múltiple —trastorno de identidad disociativo o TID— es una de las enfermedades mentales que más argumentos han dado a la industria del cine y menos trabajo a los psiquiatras. Se trata de un trastorno que hace que una persona pueda ser varias al mismo tiempo. Con distintos nombres, con diferentes normas. La última producción hollywoodiense que ha tratado este tema ha sido Múltiple, del director M. Night Shyamalan. En ella, el actor James McAvoy encarna a Kevin, un hombre que tiene la friolera de 24 personalidades, que incluso padece diferentes afecciones somáticas y llega a presentar hasta cambios físicos.
El ser humano puede comportarse de manera diferente, incluso antagónica, según la situación
Los que mantienen la existencia de esta enfermedad —puesta en duda por la práctica totalidad de la comunidad científica— sostienen que se trata de personas con altas capacidades que, tras haber sufrido graves traumas y abusos infantiles, se replantean las limitaciones del yo con el que se han identificado. Entonces crean otras identidades que aparecerán en los momentos en los que el yo débil se encuentra en una situación de vulnerabilidad, con el fin de protegerle. En la película, que se estrenó el año pasado, la psiquiatra de Kevin —una incansable defensora de esta supuesta entidad clínica— asegura que quien es capaz de superar las barreras del egocentrismo se puede convertir en quien desee. Que puede incluso tener un yo inicial ciego y desarrollar un yo alternativo con superpoderes visuales. Kevin desarrolla maneras de ser totalmente contrapuestas: una buena y la otra mala, una divertida y otra aburrida. Una es capaz de matar y la otra cumple estrictamente con las normas sociales. Se trata de un tema recurrente en el cine, pues es la expresión de un temor atávico de los seres humanos: la pérdida de control sobre nosotros mismos y de la imagen que proyectamos al exterior.
La verdadera personalidad de un individuo la conforman el conjunto de rasgos del propio carácter, su manera de pensar y actuar, que se va desarrollando y modulando a lo largo de la infancia y la adolescencia. Todo esto nos define, nos hace únicos. En nuestra interacción social, nuestros rasgos se van consolidando de una forma más o menos consciente: intentamos fomentar lo que más nos gusta de nosotros mismos (lo que nos favorece en la convivencia y el crecimiento personal) y minimizamos el impacto que tiene sobre nuestras vidas las peculiaridades que nos alejan de la felicidad. Esto se llama madurar. Las posibilidades de superación personal son enormes. No es raro oír decir: “Pareces otra u otro”, por la expresión o imagen que transmitimos. Forma parte del ser humano comportarnos de manera diferente, incluso en ocasiones hacerlo de forma antagónica, según la situación. Hay partes de nosotros mismos que evitamos mostrar, pero eso no quiere decir que no estén en nuestro carácter y es nuestra responsabilidad controlar los instintos más perversos.
Lo que no existe —por más que se empeñen algunos— es esa persona responsable que, de forma repentina e involuntaria, se convierte en un ser perverso, se llama a sí misma de otra manera y desprecia a su otro yo al tiempo que lo protege. Es decir, otra identidad que reaparece también de forma inesperada y que puede recordar y reconocer (o no) al otro. Hay casos de sujetos reales que, ante situaciones de estrés grave, intentan sin éxito asimilar el golpe. Sobrepasadas sus capacidades psicológicas para afrontarlo, estos individuos se disocian. De repente no saben quiénes son, deambulan sin objetivo y no se reconocen. Pero superado este episodio, que no suele durar más de unas horas —en raras ocasiones dos o tres días—, el paciente no recuerda nada. No se trata de una nueva personalidad, sino de una especie de descanso inconsciente cuyo objetivo es desconectarse de uno mismo para evitar el sufrimiento extremo.
El resto es ficción, pero no ciencia.
Lola Morón es psiquiatra y experta en neuropsiquiatría.
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