Balenciaga, imposible de olvidar
Demna Gvasalia lleva al extremo el legado del maestro de Getaria y Valentino reivindica con flores un romanticismo poderoso
Con sus plumíferos sobredimensionados, sus botas-media y unos estampados que parecen sacados de la liquidación de Sepu, Demna Gvasalia ha convertido a Balenciaga en una de las marcas más influyentes del momento, y al feísmo, en la estética de la modernidad. Un estilo que, lejos del underground y los círculos snobs, ha llegado hasta el gran público gracias a las “reinterpretaciones” que Zara, H&M y Mango han hecho de estos tres best sellers de la firma, además de sus marcianas deportivas.
Aquellos que definían sus creaciones como mamarrachadas, hace ya tiempo que se han visto obligados a capitular: la cuestión no es si son bonitas u horrendas, sino capaces de marcar tendencia. Y lo son, en un momento en el que el grueso de las colecciones vistas en la semana de la moda de París resultan, en el mejor de los casos, poco memorables.
Así fue el tercer trabajo de Clare Waight Keller para Givenchy: una sucesión sin aparente hilo conductor de abrigos de pelo, gabardinas de cuero y vestidos de cóctel rematados con el lazo que el creador de la casa elevó a la categoría de icono. Incluso el regreso a las pasarelas de Poiret, nueve décadas después de que la maison cerrase sus puertas, pasó sin pena ni gloria. Propiedad del grupo coreano Shinsegae Internatanional y en manos de la directora creativa china Yiqing Yin, volvió a debutar el domingo con una colección de abrigos kimono, vestidos plisados y monos tan académicos como carentes de alma.
En el extremo opuesto, Gvasalia nunca deja a nadie indiferente. El domingo quiso demostrar que es capaz de conjugar tradición y provocación, espectáculo y ambición comercial (dentro de sus estándares), placer y deber. Su catálogo de abrigos ejemplifica esta tensión entre opuestos: primero en tejidos técnicos, con los hombros rectos y las caderas redondeadas en una exagerada reinterpretación de la silueta que popularizó Cristóbal Balenciaga. Después, una suerte de milhojas de superposiciones que iban ganando grosor según avanzaba el desfile: camisas de leñador bajo chalecos guateados, bajo cazadoras vaqueras, bajo guardapolvos de paño. Así hasta construir un volumen desproporcionado que, sin embargo, recordaba no tan lejanamente al de los abrigos globo del maestro de Getaria.
Alrededor de una enorme montaña de nieve artificial cubierta por grafittis, el diseñador mostró, además, pantalones de traje rectos, maillots lisos y faldas microplisadas combinadas con tops de pelo. Piezas aparentemente sencillas, entre las que fue deslizando sus ya tradicionales mensajes en clave: cadenas de las que pendían llaves de coche como si se tratase de abalorios, camisas de rayas con un número de teléfono impreso en el pecho, cinturones masculinos con enormes hebillas en su parte trasera, y varias prendas ilustradas con el logo de la organización World Food Programme, con la que la marca colabora: la venta de cada uno de los diseños que llevan su anagrama se traduce en una aportación diferente. Por ejemplo, un cortavientos, en sets de cocina para 100 familias. “Creemos que es un paso importante para hacer de la moda algo útil”, explicaba en una nota de prensa Gvasalia.
Guste o no, el éxito de su estética intencionadamente poco favorecedora es un hecho. Los motivos, merecen un debate a parte.
Aunque no todo es feísmo. Algunos, como Valentino, triunfan abrazando la belleza clásica. Su director creativo, Pierpaolo Piccioli lleva a cabo un ejercicio de síntesis para defender la identidad de la marca: el romanticismo. En su emotiva colección, no sobra nada. Cada detalle está exquisitamente escogido y justificado: Las túnicas con cortes en forma de pétalos que fluyen sobre pantalones, los palabras de honor que parecen una corola, la paleta de color –del rosa empolvado al azul serenity- que bascula sobre el filo que separa lo delicado de lo cursi. Cada pieza resulta evocadora y factible. En el cuento de hadas modernas de Piccioli no faltan los vestidos de escote medieval ni las capas: acolchadas como las de Balenciaga, lisas, o estampadas con un patchwork de flores de terciopelo. En cuero, gasa o lana. Caperucita roja y el sastre valiente.
El desfile que Hermès celebró el sábado también fue una exhibición de su saber hacer artesanal. Una reivindicación de ese lujo tranquilo, sin ostentaciones y ajeno a las dictaduras de las tendencias, del que hace gala. Para presentar su colección otoño-invierno, la firma construyó un invernadero en el jardín de un colegio público situado, casualmente, en la misma calle en la que está la casa donde pasó sus últimos años Yves Saint Laurent.
Al atardecer, los focos anaranjados que iluminaban los árboles aún sin hojas, conferían al espacio un aspecto casi irreal. Entre ellos, las modelos iban desgranando una propuesta que, como casi todo en Hermès, gana en las distancias cortas. Nadège Vanhee, directora creativa de la línea femenina desde hace cuatro años, recupera una silueta limpia y relajada para dar forma a los maravillosos abrigos, monos y chaquetas de cuero. Decorados con pequeñas tachuelas, se ceñían al cuerpo con unos anchos cinturones, inspirados en un modelo de bolso clásico, el Piano. La lana y el cachemir dieron el relevo a la piel para conformar acogedores ponchos, parkas y faldas, que jugaban a emular las clásicas mantas de la marca, las mismas que las modelos llevaban colgadas al hombro mediante un asa de piel como si de un bolso se tratara. Un juego que se repetía con jerséis y abrigos. La prenda como complemento en una firma famosa por sus accesorios.
Elie Saab recurrió el sábado al negro y a la estética victoriana – cuellos altos, volantes, hombreras jamón- para actualizar su catálogo de primorosos vestidos preñados de encajes, plumas y pedrería. El resultado de este viaje al lado oscuro se sitúa a medio camino entre el lejano oeste -con anchos cinturones de cuero; la pampa argentina –verbigracia de sus blusas sin cuello rematadas por cintas de terciopelo-; y Transilvania. Las flores recorren toda la colección: en visón, bordadas sobre vestidos de gasa; dibujadas en una suerte de mantones de Manila; y cosidas, lentejuela a lentejuela, a faldas de tul. Una vuelta de tuerca más a los diseños que le han hecho famoso y que sus clientas demandan temporada tras temporada.
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