El imperio del placer
Pasaremos a la historia como los últimos insensatos que pusieron límites al placer ya que la humanidad ha comenzado a emanciparse de Darwin y de la madre naturaleza para sumergirse en una nueva era: el transhumanismo
Supongamos que aterrizamos en un planeta cuyos habitantes viven en una perpetua felicidad, donde el dolor, el sufrimiento y la ansiedad están desterrados y solo existe el placer. Pero no un placer idiota e improductivo; los habitantes de este planeta hipotético piensan con una afilada lucidez, se relacionan inmejorablemente con su núcleo familiar y su entorno social y cada acto que ejecutan, por modesto que sea, está lleno de sentido y significado. ¿Sugeriríamos la introducción del dolor, de la ansiedad, del sufrimiento, para endurecer la fibra moral y atemperar el espíritu?
Esta pregunta sale de la órbita del transhumanismo, un movimiento cultural, de aires filosóficos que plantea, con fundamentos nada despreciables que, de manera casi inadvertida, nos estamos adentrando ya en la era posdarwinista. La evolución de nuestra especie comienza a dejar de lado a la madre naturaleza, que es lenta y arbitraria, y ya cabalga a lomos de la ingeniería genética, la farmacología, la estimulación intracraneana y la nanotecnología molecular; una batería de técnicas que, en un futuro no muy lejano, van a incrementar nuestras capacidades físicas, intelectuales y psicológicas, y a erradicar buena parte de las limitaciones que hoy nos impone el darwinismo, la evolución natural de nuestra especie, que hemos venido arrastrando a lo largo de nuestra historia.
En el próximo siglo nuestra especie va a dar un espectacular salto evolutivo. La intervención tecnológica del cuerpo es ya una realidad que estudian los transhumanistas, como el filósofo británico David Pearce, y Nick Bostrom, que dirige una suerte de think tank (Future of Humanity Institute) en la Universidad de Oxford.
Esto que parece una historia de ciencia ficción está explicado, con toda seriedad, en un ensayo, que es más bien un manifiesto, titulado The Hedonistic Imperative (El imperativo hedonístico), de David Pearce. Este manifiesto está colgado en la Red, se va poniendo al día cada vez que el futuro se le echa encima, o cuando sus detractores, que ocupan un largo anexo, lanzan opiniones, preguntas, ataques o descalificaciones más o menos pertinentes. No existe la versión de este ensayo en papel porque un libro físico sería una contradicción: la evolución natural del libro exige una reedición, hay que corregirlo e imprimirlo otra vez, arrastra una tara darwinista que no tiene el documento electrónico.
En el próximo siglo nuestra especie va a dar un espectacular salto evolutivo
Ernst Jünger, ese sabio incombustible que vivió en dos siglos, peleó en las dos Guerras Mundiales y vio pasar dos veces el cometa Halley, ya intuía el transhumanismo que se nos venía encima y lo planteaba, de manera muy didáctica, en términos arquetípicos. En sus últimos Diarios (1991-1996) aparece continuamente la preocupación por la batalla que libraban dioses y titanes a finales del siglo XX. “Que lo titánico se avecina inevitablemente resulta cada día más claro. No fracasan solo las formas políticas, sino también las históricas”, anotó. El triunfo de los titanes en el siglo XXI, decía, provocará la retirada de los dioses, “Apolo se aleja y el verso se debilita; Dionisios aparece como un titán”. Y en otra entrada apuntaba que el hombre “como especie se convertirá en una nueva criatura de la tierra: vuelve a quitarse la piel una vez más y se cambia de traje”.
Ese cambio de piel y ese traje que vislumbraba Jünger hace veintitantos años se parece mucho a la criatura posdarwinista y transhumana en la que van a convertirse nuestros descendientes. Para esta era nuestra sin dioses que está presidida por los titanes, en la que se diluyen las formas políticas y las históricas, el Transhumanismo propone el imperio del placer.
Quizá nosotros seamos ya los últimos ejemplares de esa especie anticuada, melancólica y enfermiza
“Un día tendremos pensamientos como puestas de sol”, escribe Pearce en su inquietante ensayo y luego nos cuenta que además de tener pensamientos magníficos, gracias a la intervención tecnológica del cuerpo nuestros descendientes vivirán en un mundo sin dolor donde el bienestar extremo será el estado natural de las personas, un radical bienestar alejado de la estupefacción que producen las drogas contemporáneas, pues irá ligado a un pensamiento extremadamente lúcido. Además el dolor va a erradicarse del planeta, igual que la mayoría de las enfermedades, asegura Pearce. De hecho el movimiento ya ha empezado, si se piensa en que hace doscientos años no había ni anestesia ni analgésicos y, desde la perspectiva transhumanista, el hedonismo colectivo que viene podría estar mucho más cerca si las compañías farmacéuticas, acobardadas por el puritanismo del establishment, introdujeran en sus píldoras elementos para procurar el placer y no solo para paliar el dolor.
Basta con observar el entorno; la preocupación desmedida por la salud, el culto al físico, el narcisismo que mueve a nuestros contemporáneos, nos hacen ver que el imperativo hedonista de Pearce ya está aquí. El mundo sin dolor es técnicamente factible pero se enfrenta, dicen los transhumanistas, a nuestro concepto arcaico de la salud mental, en el que la tristeza, la ansiedad, el desasosiego nos equilibran, nos endurecen, ponen a tono nuestra estructura emocional. Para entrar cabalmente en el posdarwinismo, tendríamos que erradicar nuestras oscuras emociones primitivas y la estructura mental de cazadores y recolectores que nos define.
Estamos ya en una era transicional, justamente en el momento en que empieza a desplegarse la decodificación y la reescritura del genoma humano, la arquitectura genética, la alquimia de los neurotransmisores.
El futuro sin dolor que anuncia Pearce será el de nuestros descendientes y nosotros somos ya el final de una era, vivimos todavía acosados por la culpabilidad, por el miedo religioso que nos produce el placer ilimitado y el rechazo irracional a una especie que no cuente con el contrapeso del dolor. Probablemente pasaremos a la historia como los últimos insensatos que pusieron límites al placer.
La gesta del trashumanismo parece, como digo, ciencia ficción y tiene una cantidad de previsibles efectos secundarios que sería pertinente explorar. El placer, sin el contrapeso del dolor, ¿sigue siendo placer? ¿En dónde queda el derecho a la tristeza? No puede perderse de vista que un mundo habitado por gente herméticamente satisfecha, por más afinado que tenga el pensamiento, no tendría motivos para defenderse de los abusos de las élites políticas y económicas. Tampoco puede soslayarse que para que el transhumanismo funcione la evolución posdarwinista tendría que ser escrupulosamente democrática, accesible para todos y cada uno de los habitantes del planeta.
Por lo pronto los detractores de David Pearce exhiben una larga batería de impedimentos morales, físicos, económicos, para descalificar el transhumanismo. Ya les tocará a los nietos de nuestros bisnietos comprobar qué tanto había de realidad en el imperativo hedonista.
Quizá nosotros seamos ya los últimos ejemplares de esa especie anticuada, melancólica y enfermiza, que de aquí en adelante se irá emancipando de sus tristezas, de Darwin y de la madre naturaleza.
Jordi Soler es escritor.
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