Violadas en cuerpo y alma
El mayor equívoco de Catherine Millet y otros autores es mezclar el sexo consentido con la agresión de una persona en posición superior
Situar el debate sobre las denuncias de violación en el pulso entre la resistencia o la sumisión es sumergirlo en aguas muy turbias. Es lo que ha hecho Catherine Millet, crítica de arte y escritora, que esgrime su propia experiencia sexual (consentida) para enmarcar su posición sobre la violación y que defiende la resiliencia y la dignidad de las mujeres capaces de separar la psique del cuerpo ante un caso de agresión sexual. No es la brújula adecuada.
La dignidad de ninguna víctima, obviamente, estará nunca en cuestión. No es ese el centro del debate. Pero la capacidad de separar cuerpo y alma que Millet defiende como opción personal ante un caso de agresión sexual es lo que distorsiona el marco de discusión y arroja gasolina a la delicada posición de las víctimas. Defiende la autora, una de las promotoras del manifiesto de francesas contra el movimiento #metoo, que la herencia católica vigente en sus pensamientos –aunque ya no crea en Dios- le ha enseñado a separar el alma del cuerpo y a hacer prevalecer la primera. Cita un texto de San Agustín que subraya que quienes “matan el cuerpo no pueden matar el alma”.
El mayor equívoco de Millet y de otros autores que se han pronunciado en un sentido parecido, desde el punto de vista de quien esto escribe, es la mezcla que realizan entre experiencias o relaciones sexuales consentidas y agresión. Es ahí donde está el único pulso importante, y no en ningún otro lugar. El mismo manifiesto de las francesas también confunde relaciones entre iguales con las relaciones entre un superior y alguien en posición laboral, académica o jerárquica inferior. Y es ahí, en una situación de superioridad física o social, donde puede producirse el abuso, el acoso, el delito. Nunca en el terreno de lo consentido. Saber separar los dos ámbitos es de primero de convivencia y análisis social.
Cita Millet referencias a la posibilidad de sentir un orgasmo en una violación como ejemplo de esa disociación entre lo que pueden experimentar el cuerpo y el alma. Tampoco es esto digno de debatir. La posibilidad de un esclavo negro de sentir más seguridad y querencia por permanecer con sus amos frente a la liberación alcanzada no debería ser un argumento que sirviera para acallar una perpetuación de la esclavitud. La capacidad de resiliencia de algunos judíos en los campos de concentración no puede servir para defender el silencio. La posible excitación y placer de víctimas de la pederastia no deberían ni ser tenidas en cuenta en el debate ni parece propio tampoco hablando de violación.
El libro de Millet presentaba el sexo como “una función animal más, como comer o respirar”, en palabras de Rafael Conte, legendario crítico de Babelia, en un texto de 2001. La vida sexual de esta autora ni nos incumbe ni nos aporta nada sustancial al debate. Sus palabras en defensa de la resiliencia y del recurso de separar cuerpo y psique sugieren un sometimiento al violador tan frívolo como la comparación que hace con experiencias sexuales con alguna pareja que le resultó “decepcionante, desagradable o repugnante” en las que supo mantener su espíritu apartado de la cama.
El empoderamiento del espíritu frente al cuerpo castigado puede ser un recurso católico de utilidad para los casos retratados por San Agustín o para Catherine Millet. No lo es, desde luego, para las violadas y violados en cuerpo y alma.
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