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Tribuna
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La falacia del derecho a decidir

La separación de Cataluña significaría la quiebra del Estado de bienestar

Enrique Gil Calvo
Reunión de la Mesa del Parlament de Cataluña, presidida por Roger Torrent.
Reunión de la Mesa del Parlament de Cataluña, presidida por Roger Torrent. EL PAÍS

El secesionismo catalán se justifica apelando al carácter democrático y progresista de su pretendido derecho a decidir, para el que reclaman el apoyo de la izquierda. Pero esto es una falacia, pues el secesionismo es per se reaccionario y antidemocrático, en tanto que defiende la insumisión fiscal de las clases propietarias autóctonas. Esto era evidente hasta hace poco, pero desde que se propagó la ideología neoliberal defensora del propio interés, el nacionalismo se ha contagiado por doquier, como revelan el Brexit o el America First de Trump. Un neoliberalismo político que se resume en el supuesto derecho a decidir, versión a escala colectiva de la libre elección personal.

Como eslogan, “el derecho a decidir resulta imbatible”, se lamentaba Rubalcaba, y muchos lo tomaron como si fuera un artículo de fe. Tanto que hasta el prudente Urkullu ha osado incluirlo en su propuesta de reforma del estatuto vasco. Pero el derecho a decidir in abstracto, como a priori democrático, no resiste ningún análisis crítico, pues no se tiene derecho a decidir nada que afecte a los intereses y los derechos de los demás. Esta es la posición que nos dejó escrita John Stuart Mill en su libro Sobre la libertad: “El poder debe actuar sobre un miembro de una comunidad para evitar que perjudique a los demás”.

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El derecho a decidir no se puede aplicar si hacerlo implica perjudicar a otros. Y pretender extenderlo sin límites a cualquier decisión colectiva, como ocurre con el derecho de autodeterminación, es antidemocrático. En el caso catalán se ha incurrido en otras actuaciones de lesa democracia como incumplir las leyes, violar los derechos de las minorías y forzar un seudorreferendo sin garantía alguna. Pero todos esos vicios se derivan de su unilateral anclaje en un falaz derecho a decidir que viola injustamente las libertades ajenas.

En el caso catalán se ha incurrido en otras actuaciones de lesa democracia como incumplir las leyes y  violar los derechos de las minorías

Sin embargo, el derecho a decidir goza del apoyo de cierta izquierda iconoclasta que se deja seducir por su aureola de insumisión antisistema. Esto es explicable en ERC, de supuesto izquierdismo con base pequeñoburguesa, pero no lo es en la izquierda que insiste en sostener la autodeterminación de los pueblos. Como hace Podemos, que defiende su propuesta de un referendo pactado capaz de superar la crisis catalana. Pero el fin no justifica los medios, pues aunque esa consulta fuese útil para resolver el conflicto, no por eso dejaría de ser perjudicial para los derechos sociales del resto de españoles.

Hace poco, un diario digital progresista organizó un debate planteando el dilema de si el secesionismo es compatible con la solidaridad de clase defendida por la izquierda. Objetivamente, la separación de España implicaría quebrar el compromiso de las clases asalariadas catalanas con las españolas. Y frente a esa evidencia, la única justificación que se opuso fue que si los asalariados españoles no se solidarizan con los marroquíes, ¿por qué habrían de hacerlo los catalanes con ellos? Pero esta argucia encierra una falacia, pues españoles y marroquíes no comparten un mismo Estado de bienestar que les proteja en común. Mientras que los catalanes sí lo comparten con el resto de españoles, y separarse de España significaría su quiebra.

Para justificar el derecho a decidir se lo compara con el divorcio, una falacia porque la secesión no implica romper una relación bilateral sino multilateral, planteando un problema de acción colectiva. Por eso es mejor compararlo con las comunidades de propietarios que comparten un mismo edificio común, como sucede con el Estado de bienestar. Pues bien, la Ley de Propiedad Horizontal, que regula las relaciones entre copropietarios, también prohíbe el derecho a decidir en su artículo 7 (equivalente al principio antes citado de Stuart Mill): “El propietario de cada piso sólo podrá modificar los elementos arquitectónicos de aquel cuando no altere la estructura del edificio”. De ahí que para reformar una vivienda se necesite el permiso de la comunidad, igual que la eventual secesión de una parte de España precisaría de su aprobación a escala estatal. Y por lo mismo, los catalanes solo tienen derecho a decidir mientras no perjudiquen la estructura del Estado de bienestar que comparten con el resto de españoles. Por lo tanto, reconocerles su derecho unilateral a la secesión no sólo es antidemocrático sino contrario al compromiso solidario de la izquierda.

Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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