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Tribuna
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El segundo género, todavía

La desigualdad entre hombres y mujeres funciona por cuatro resortes: segregación laboral, brecha salarial, bloqueo de las oportunidades de ascenso y obligación de asumir la carga familiar. Un mecanismo que opera por la complicidad masculina

Enrique Gil Calvo
EVA VÁZQUEZ

El caso Weinstein simboliza bien las condiciones a las que se enfrentan las mujeres en un mundo de hombres. Simone de Beauvoir publicó El segundo sexo cuando la igualdad entre hombres y mujeres ante la ley todavía estaba lejos de alcanzarse. Pero una vez que las democracias han completado sus legislaciones igualitarias, tendríamos derecho a esperar que las mujeres ya no constituyeran el género subordinado. Pero no es así, pues se mantiene intacta una indudable desigualdad real bajo la teórica igualdad formal. Pues para incorporar-se al mundo masculino, las mujeres todavía tienen que pagar peaje. Gracias a denuncias como Me Too, es posible que el peaje sexual comience a retroceder. Pero aunque el peaje carnal disminuya, se mantiene intacto el peaje a pagar en subordinación y servidumbre.

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La desigualdad de género funciona como un dispositivo con dos mecanismos y cuatro resortes acoplados en cruz: esa cruz con la que cargan las mujeres para poder responsabilizarse de sí mismas. El resorte del extremo superior es la segregación laboral y profesional que empieza con la elección diferencial de carrera. Esto les asigna, a pesar de su titulación superior, un capital humano especializado en el cuidado (care). Así, la educación, la sanidad (excepto los primeros espadas del bisturí) y las áreas sociales se están convirtiendo en un gueto rosa reservado a las mujeres, y hasta las ingenierías del hogar y el jardín se feminizan: arquitectura, agrónomos, montes, medio ambiente. Y en cuanto una profesión se feminiza también se devalúa, cayendo su prestigio y sus ingresos. Lo mismo ocurre con el empleo público (excepto los altos cargos de confianza todavía masculinos), pues los varones prefieren la empresa privada con mayores sueldos, mientras las mujeres necesitan la segura protección del funcionariado.

A un lado del travesaño de la cruz figura la discriminación salarial (brecha de género), que casi nunca es explícita sino producto de los menores complementos percibidos en comparación a los varones que los acaparan: horas extra, productividad, jornada intensiva, incentivos a los cargos de confianza, etcétera. Una brecha que se va acumulando a lo largo de la carrera, tras verse agravada por la retirada por maternidad, transmitiéndose a las menores pensiones tras la jubilación. Pues a las mujeres que trabajan se las trata como a inmigrantes forzados a aceptar puestos con menores salarios y derechos, teniendo además que mostrar mayor obediencia, disciplina y sumisión sindical.

Los hombres sólo confían en el silencio de sus camaradas, dispuestos a encubrir sus trampas

El tercer resorte es el bloqueo de sus oportunidades de ascenso (techo de cristal), que a pesar de su mayor titulación académica les obliga a caer en el subempleo. Esto supone una inversión del principio de Peter, pues para que los varones asciendan hasta su nivel de incompetencia las mujeres han de conformarse con quedar por debajo de su capacidad probada. Un bloqueo que está operado por las redes de complicidad masculina que controlan los canales de ascenso, pues los hombres sólo confían en el silencio de sus camaradas, siempre dispuestos a encubrir sus trampas (según revela el caso Weinstein). Y la única excepción a esta regla es la designación de mujeres para desempeñar la incómoda tarea de hacer el trabajo sucio. Es lo que cabe llamar el efecto Naomi Wolf (véase su tribuna aquí publicada Mujeres en el poder sin poder), cuyos ejemplos más notorios son la premier Thatcher, encargada de eliminar los derechos sindicales; la canciller Merkel, encargada de aplicar la austeridad al sur de Europa, o la vicepresidenta Sáenz, encargada de lidiar con la secesión de Cataluña.

Y en la raíz de la cruz, hundida hasta el fondo del suelo social, está la domesticación o servidumbre forzosa que sufren las mujeres, obligadas a asumir como propia la carga de la responsabilidad familiar: trabajo doméstico, crianza y educación de hijos, cuidado de mayores, etcétera. Bajo una insidiosa presión social que, si no tienen pareja o relegan a sus hijos para atender su profesión, las acusa de solteronas, egoístas, insolidarias o malas madres. Esta carga familiar obligatoria explica que las mujeres no puedan competir en pie de igualdad con sus pares masculinos, que están libres de ella por un privilegio heredado de sus antecesores. Pues en efecto, tanto la segregación laboral y la discriminación salarial como el bloqueo del ascenso se deben a su necesidad de ejercer al mismo tiempo su responsabilidad familiar, lo que las deja en desventaja para competir con unos varones liberados de la familia y dedicados a su profesión a tiempo completo.

Y esta cuádruple cruz con la que cargan las mujeres se debe a la articulación de dos mecanismos encadenados entre sí: el tabú del dinero y la necesidad de emparejarse. Así como se espera de los varones que se dediquen a ganar dinero, y si no lo logran se les desprecia, en cambio se desconfía de las mujeres que ponen precio a sus servicios como hacemos los hombres, tachándolas de busconas o algo peor. Es el terrible estigma de la prostitución que maldice a toda mujer que ose desviarse de la estrecha senda que les trazan los hombres. Esto explica que los Weinstein de este mundo se crean con derecho a acosar sexualmente a toda candidata que pida un empleo o un ascenso, pues esa petición se entiende como impropia de una mujer decente, dado que se ofrece a emplear su cuerpo a cambio de dinero. Así lo investigó entre nosotros Sandra Dema (en su libro Una pareja, dos salarios, CIS, 2006), demostrando que las mujeres se avergüenzan de ganar más dinero que sus maridos porque interiorizan que su deber es sacrificarse por amor a la familia y no por amor al dinero.

Los Weinstein del mundo se sienten propietarios de las mujeres que les deben sus puestos

El otro mecanismo de subordinación es la necesidad de emparejarse que experimentan las mujeres para poder acceder a un nivel de vida digno de su concepto de sí mismas. Pues reducidas por sí solas a sus propios medios, las mujeres se saben condenadas a un destino inferior a sus pares masculinos. Y la única oportunidad todavía legítima de compensar esa desventaja insuperable es emparejarse con un varón dispuesto a compartir su estatus con ellas. Es el célebre contrato sexual teorizado por Carole Pateman, por el que las mujeres ceden el acceso exclusivo a su sexualidad a cambio de compartir el estatus de su pareja, que pasa a considerarse su dueño y señor. Lo que implica una cierta privatización de las mujeres que, como “señoras de”, pasan a ser propiedad de sus parejas. Y como tales propietarios, los varones se sienten no solo con derecho sobre ellas sino además llenos de condescendencia en tanto que donantes magnánimos. Esa misma condescendencia que conduce a los Weinstein de este mundo a sentirse propietarios privados de las mujeres que les deben sus puestos.

Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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