Cataluña: mentiras y responsabilidades
La información abunda y es inequívoca, pero muchos se tragaron los cuentos de los políticos secesionistas y ese relato de un pueblo colonizado. Sin comprometer su hacienda, los dirigentes suministraron leyes para coser los delirios
Los catalanes sabían lo que votaban. Esta vez no hay excusa. Tienen lo que merecen”. El mensaje se ha repetido desde que las elecciones confirmaron el voto de tantos a los golpistas. Muchos críticos del nacionalismo parecían coincidir con los nacionalistas en que los catalanes tenemos una identidad propia; eso sí, bien distinta de la que sostiene el ideario secesionista: unos imbéciles capaces de tragarnos cualquier cuento. Porque los cuentos han sido muchos y muy gordos. Y estaban a la vista de todos.
Otros artículos del autor
La magnitud de las mentiras no sorprende. El nacionalismo tiene un vínculo casi necesario con la mentira. Está en el concepto: la identidad colectiva impermeable a las mudanzas del tiempo. En la estrategia: el relato de un pueblo colonizado. En la táctica, el cultivo del agravio: el expolio, las sentencias, el desprecio cultural. Y en las escaramuzas diarias: los cortes de luz, el retraso de un tren, los peajes, todo, culpa de Madrid. En una atmósfera tan tóxica cualquier locura puede prosperar. Y no han faltado: el Quijote se escribió en catalán, Erasmo, Colón, Teresa de Jesús, Pizarro y Lutero eran catalanes, como Santa Claus y el Cid, y solo una persistente labor conspirativa de España explica nuestras equivocadas ideas.
Muchos se han tragado los cuentos. En principio, algo inexplicable. Porque la información abunda y es inequívoca. Por documentos publicados hace más de treinta años (El Periódico, 28-10-1990), los ciudadanos conocían la existencia de una calculada ingeniería social destinada a inocular doctrina. También sabían que el responsable del guion, Jordi Pujol, era un delincuente fiscal. Y lo sabían de su propia mano. Aún más, en un experimento natural que pocas veces la historia concede, los votantes pudieron comprobar que el proyecto independentista se nutría de promesas falsas: la nueva república no disponía de financiación viable; las empresas sacaron sus cuentas; las multinacionales reconsideraron inversiones; los bancos se marcharon; Europa ignoraba al “nuevo país”. Sucedía exactamente lo contrario de lo que los secesionistas prometieron que sucedería. No solo eso, por la documentación incautada por la justicia, los catalanes descubrimos que, mientras contaban tales cuentos, en sus comunicaciones privadas los políticos confesaban que se trataba de eso, de fábulas destinadas al consumo de los ciudadanos. Sabían todo esto y los votaron.
El votante ha comprobado que el proyecto independentista se nutría de promesas falsas
Pero no es raro. Conocemos bastantes cosas acerca de las tragaderas de los humanos para digerir lo que nos conviene o necesitamos creer. La fábula de la identidad compartida, sin ir más lejos: basta con decirle a un grupo de personas que comparte cierto número del DNI para que entre ellos encuentren semejanzas fundamentales y diferencias con otros que, naturalmente, salen peor en la foto. También sabemos que, una vez en marcha el mecanismo, el acatamiento funciona solo. Lo sabemos, por lo menos, desde los trabajos de Asch, que confirman nuestra disposición a suscribir las opiniones de los demás —pagados para engañarnos— sobre la igual longitud de dos líneas incluso contra la evidencia de nuestros sentidos y del sistema métrico decimal. La tribu se impone. Ante la pregunta “¿cuál es el problema político más grave para su país?”, el 48% de un grupo de individuos afirmaba públicamente que “las actividades subversivas”, aunque en privado solo un 12 % participaba de esa opinión. Decían lo que creían que pensaban los demás. Y una vez comprada la mercancía y defendida porque sí, nadie está dispuesto a bajarse del burro. Sobre todo aquellos que más tiempo llevan subidos al burro. Nadie lo ilustró mejor que Festinger con su famoso experimento que mostraba cómo en un grupo de personas convencidas de que unos marcianos les rescatarían a última hora de un apocalipsis, aquellas que más recursos, tiempo y afectos habían empeñado en abrevar en la majadería eran quienes más se resistían a aceptar la evidencia de que ni el fin del mundo ni los extraterrestres llegaban a su cita. Resulta difícil apearnos de las mentiras sobre las que levantamos nuestras vidas. Mejor ignorar las informaciones que nos desordenan la biografía.
De modo que sí, una vez puestas en circulación las mentiras, solo se trata de engrasar el mecanismo de las sanciones colectivas, retribuir a unos y estigmatizar a otros, ahormar las buenas conciencias y allanar el camino a los compromisos vitales. Luego ya las toxinas se extienden solas. Y curarse no es cosa de un día. El tiempo en caerse del guindo es directamente proporcional al diámetro de las ruedas de molino ingeridas y a su tiempo de maceración.
Jordi Pujol puso en marcha una calculada ingeniería social destinada a inocular doctrina
En fin, que, mal que bien, se entiende el consumo de las mentiras. Tal vez no se justifique en el caso de cada cual pero, precisamente por tratarse de fenómenos colectivos, como otros trastornos que en la historia han sido, cabe entenderlos causalmente. El uno por el otro. Todos se engañan porque nadie piensa cuando cada uno cree que los otros habrán pensado. No, ni en seco ni en mojado, los catalanes no somos especiales.
Otra cosa es la responsabilidad de quienes facturaron los productos. Los políticos tenían responsabilidad, sobre todo, por las ideas, las peores. Un asunto distinto era la responsabilidad de las mentiras con las que decoraban el indigno ideal. Aquí los políticos estaban tan perdidos como los demás. Compraron mercancías que no podían tasar. Se sabe desde los trabajos de Niskanen sobre la burocracia y de mil economistas sobre la información asimétrica que los políticos, todos y en todas partes, andan siempre vendidos ante técnicos y académicos, que les suministran los cuentos que mercan, incluido el cuento de la impunidad de sus actos, de que nada se jugaban por prolongar su adolescencia.
Las materias primas las suministraron otros, que, disparando con pólvora de funcionario, sin comprometer su hacienda o incluso ampliándola, suministraron cuentas, leyes o relatos históricos para coser los delirios. O que, con su silencio, hicieron dejación de sus responsabilidades ante las mentiras que cebaban el odio. La clerecía del proceso, según la afortunada expresión de Arruñada y Lapuente (EL PAÍS, 4-9-2015), analizada con mucho tino por Martín Alonso en su libro La intelectualidad del ‘proceso’. Por la naturaleza de sus quehaceres, que reclaman de la reflexión, el afán de verdad y la resistencia al gregarismo, tienen una particular responsabilidad. En una apreciación caritativa se podría decir que, en la medida que sus predicciones quedaron desmentidas y en tanto apelaron a su competencia intelectual para acreditarlas, su autoridad académica ha quedado en entredicho. Quizá no sea un precio excesivo, si tenemos en cuenta que sus frivolidades las pagarán muchos ciudadanos en los próximos años. Por no hablar de lo que pudo pasar. Otros espartanos en carne ajena.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.