Los números de la secesión
Voluntad y cantidad son irrelevantes para fundamentar derechos. El voto femenino no dependía de que lo reclamaran muchas mujeres. Si un derecho está justificado, si hay discriminación objetiva, tanto da que lo solicite uno como un millón
El nacionalismo, ya lo hemos visto, se ha estado nutriendo de grandes palabras con perfiles esquivos. La última, el clavo ardiendo, fue lo de “mandato democrático”. Significase lo que significase, no parecía referirse a la mayoría. Recordemos: en 2006 solo un 6% de los catalanes queríamos la reforma del Estatuto. Después de años de frenética propaganda institucional, el Estatuto recibió el refrendo del 35%. En las elecciones autonómicas que siguieron a la sentencia del Constitucional el independentismo explícito pasó del 16,59% al 7% del voto total. En las “plebiscitarias” de 2015 los secesionistas tuvieron un 36% del voto sobre el censo. Ciertamente, la aritmética del mandato no es la de Peano.
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Pero hagamos como si el cuento cuadrara. En su mejor versión, la tesis del mandato sería una actualización de cierta teoría de la secesión: si lo piden muchos, está justificada. No debe confundirse con la teoría de la reparación, la única indisputable, según la cual la secesión resulta aceptable cuando se ha ocupado un territorio soberano o se violan sistemática y persistentemente los derechos de ciudadanos en un territorio. Oficiaría como un remedio para mitigar la privación de derechos y de democracia: hay una injusticia manifiesta y, como mal menor, se contempla la separación. La determinación de la injusticia debe ser objetiva: no basta con que uno se sienta colonizado o privado de derechos. Ha de estarlo.
Las otras teorías tienen fundamentos más endebles (‘Secesiones, fronteras y democracia’, Revista de Libros). Casi todas ponen el acento en la voluntad: la existencia de suficientes partidarios fundamentaría el derecho a decidir. Puede que Pozuelo de Alarcón tenga una balanza fiscal más desequilibrada y una identidad más precisa que Cataluña, porque son menos y más ricos, pero solo Cataluña tendría derecho a la secesión porque muchos catalanes quieren separarse.
El argumento presenta un problema de principio: el conjunto de referencia para considerar “un número suficiente”. La unidad de decisión pertinente. Y no se ve por qué un (supuesto) 60% de catalanes (independentistas) sería suficiente para arrastrar a nuevas fronteras al 40% restante y en cambio un 90% de españoles no basta para mantener dentro de las suyas a un 2% (los independentistas).
La voluntad y el número resultan irrelevantes para fundamentar derechos. El derecho al voto de la mujer no dependía de que lo reclamaran suficientes mujeres. Y ni les cuento los de los niños o los de los animales. Si un derecho está justificado, tanto da que lo solicite uno como un millón. Si el número es un fundamento, no habría reclamación de derechos justificada: siempre empieza con una minoría. Si el derecho a la secesión existe, también Pozuelo dispone de él. El argumento “en Pozuelo nadie reclama la secesión” es moralmente irrelevante. Si el derecho está justificado, deberíamos alentar la aparición de un partido que lo reclamara. Y si no, debemos combatir ideológicamente el proyecto de romper la igualdad política de los ciudadanos. Como hacemos con el racismo o el sexismo, que también tienen muchos partidarios. Nuestro éxito ha consistido en reducir su número.
Muchos catalanes (los ricos, precisemos) han decidido y deciden mucho en España
Un reciente desarrollo apela a que los catalanes constituimos una minoría permanente. España habría abusado históricamente de una minoría catalana que, por serlo, nunca podría obtener mayorías parlamentarias suficientes para modificar los marcos de decisión. La tesis es arriesgada: asume que hay esencias nacionales impermeables al tiempo, ignora una realidad catalana tan mestiza como la española, olvida la historia y descuida el elocuente (y disparatado) precio de los alquileres barceloneses. Sencillamente, muchos catalanes (los ricos, precisemos) han decidido y deciden mucho en España. Siempre. Es más, como ha mostrado Joan-Lluís Marfany, el nacionalismo español se gesta en Cataluña. Fue Valentí Almirall quien, para preservar los territorios españoles en el Pacífico, apelaba a que “nadie admite siquiera discusión sobre el perfecto derecho que tiene todo el pueblo español a todo el territorio nacional”.
El argumento otorga prioridad a la representación de las “naciones culturales”. Algo discutible. Por razones empíricas, pues no se entiende por qué una circunstancia “nacional” importa más que otra social, sexual, religiosa o hasta climática. Hay muchas “minorías permanentes” ignoradas. Si de identidad se trata, el trabajador de Seat de Martorell tiene más que ver con el de Ford en Almusafes que con el burgués de Sant Gervasi. Y, sobre todo, por razones normativas. El ideal democrático es universalista: los ciudadanos, cada uno con su plural identidad, se reconocen iguales y exponen sus razones comprometidos con el interés general. El argumento, de facto, desconfía de la capacidad de la democracia para facturar leyes justas y, en ese sentido, resulta incompatible con la indiscutible evidencia de la conquista de derechos por minorías (gais, negros). Eran pocos, pero las razones eran poderosas, atendibles por conciudadanos capaces de reconocer injusticias objetivas.
La existencia de injusticia no depende de la existencia de un sentimiento de injusticia
En realidad, el colapso del argumento es de principio. Y es que si vale para Cataluña, vale para Extremadura, que parece estar más aperreada. Para Extremadura, para Castilla y para cualquiera. Salvo que, por empacho ontológico, asumamos que solo existen Cataluña y “lo demás”, España, un paquete compacto de identidad. Aún más, en una Cataluña independiente el argumento tendría que valer para Badalona u Hospitalet, también minoritarias. En rigor, no habría democracia legítima: por definición, cada uno es minoría respecto a todos los demás.
No importa cualquier número. Lo que importa es si hay discriminación objetiva, con independencia de si muchos o pocos se sienten discriminados. La existencia de injusticia no depende de la existencia de un sentimiento de injusticia. Las mujeres de la India, indiscutiblemente discriminadas, no se sienten discriminadas y no reclaman.
Cuando en un clásico trabajo los economistas Bertrand y Mullainathan estudiaron la discriminación racial utilizaron un indicador objetivo: los nombres. Sí, Emily y Brendan lo tenían mejor que Laksha y Jamal. Como aproximación, examinen la presencia de los (mayoritarios y pobres) Pérez y García entre quienes deciden en Cataluña. Hay trabajos sesudos, pero si andan cortos de tiempo repasen un artículo publicado en La Vanguardia hace un año de elocuente encabezado: “Sólo 32 de los 135 diputados del Parlament llevan algún apellido de los más frecuentes de Catalunya”. Ninguno de los 25 más comunes asomaba en el último Govern. En Galicia, por comparar, el 54%. Para combatir esas injusticias nació la “discriminación positiva”, otra de esas expresiones degradadas por el nacionalismo.
El nacionalismo no es un problema de números, de cuanto, sino de higiene léxica, de qué. La tarea más inmediata.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.
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