De la muerte por vudú a la extraña enfermedad de los refugiados suecos
El entorno cultural y social puede convertir situaciones de estrés en problemas físicos graves
En 1942, el científico estadounidense Walter Cannon escribió sobre un fenómeno que parecía paranormal. Varios antropólogos habían descrito en culturas primitivas de América, África o Nueva Zelanda lo que bautizaba como muertes por vudú. Entre los tupinambá de Brasil, Gabriel Soares de Sousa, ya en el siglo XVI, contaba haber visto morir a hombres que habían sido condenados por un “hombre medicina” con reputación de tener poderes sobrenaturales. En Nueva Zelanda, una mujer maorí que cometió el error de comer una fruta tomada de un lugar prohibido acabó convencida de haber profanado la santidad de un espíritu que la mataría. En menos de un día, había fallecido.
Un tercer caso recogido en la crónica de Cannon hablaba también de un proceso de curación. La historia se la había contado por carta S. M. Lambert, un médico que trabajaba para la Fundación Rockefeller con aborígenes australianos. Lambert le relataba a Cannon que había visto varias muertes por miedo, pero que en una ocasión fue testigo de una recuperación sorprendente. En una misión en Mona Mona, en Queensland del norte, había muchos nativos conversos, pero en las afueras de la misión vivía un grupo de individuos que mantenían sus creencias ancestrales. Entre ellos se encontraba Nebo, un brujo famoso en la región.
Lambert llegó a la misión porque Rob, el principal ayudante del responsable de lugar, se encontraba mal. El médico no fue capaz de encontrar fiebre, dolor u otras señales de enfermedad, pero resultaba evidente que Rob estaba muy enfermo y extremadamente débil. El misionero le contó a Lambert que Nebo había apuntado a su ayudante con un hueso y que le había convencido de que estaba condenado a muerte.
Desde el siglo XVI se han recogido relatos de personas que morían de miedo a brujerías
Con estas noticias, el médico y el misionero fueron en busca de Nebo y le amenazaron con restringir su suministro de comida y expulsarle de la zona junto a los suyos si le sucedía algo a Rob. Nebo cedió a las presiones y les acompañó junto a el enfermo. Una vez allí, se inclinó sobre él y le dijo que todo había sido un malentendido, una broma, y que ni siquiera le había apuntado con un hueso como creía. Según Lambert, el alivio fue casi instantáneo y esa misma tarde el ayudante del misionero estaba de nuevo trabajando con su vigor habitual.
Cannon relacionaba estos fenómenos con respuestas fisiológicas ante el miedo, como la contracción de los vasos sanguíneos o la liberación de adrenalina. Una cascada de reacciones diseñadas para hacernos sobrevivir ante una amenaza, acababa provocando arritmias cardiacas y un colapso vascular que causaba la muerte. El investigador no hablaba de la respuesta hormonal ante el estrés porque esos mecanismos no se conocían bien en la década de 1940, pero lo que se sabe ahora sobre la liberación masiva de neurotransmisores como la adrenalina y otras hormonas ante el miedo ayudaría a explicar cómo un gran terror puede provocar pérdida de apetito, debilidad, arritmias e incluso la muerte.
El fenómeno que le parecía tan lejano para “la gente civilizada” a Cannon, en el que las creencias de una persona y su entorno social pueden hacerla enfermar, sucede en la actualidad. En China y el sudeste asiático, por ejemplo, se conoce como Koro un síndrome cultural que hace pensar a los hombres que la sufren que sus genitales se están contrayendo y van a desaparecer, pese a que no exista evidencia alguna de que suceda en realidad. Pero este tipo de fenómenos se produce también en un país tan civilizado como Suecia.
Allí, entre refugiados procedentes en su mayoría de las antiguas repúblicas soviéticas y de la antigua Yugoslavia se han registrado desde 1998 más de mil casos de lo que se ha calificado como una histeria epidémica. Niños y adolescentes de estas familias, muchos bien adaptados a la sociedad sueca, quedan sumidos en un estado de apatía profunda cuando son informados de que les han negado el permiso de asilo a sus padres y deben regresar a sus países. Poco a poco, se recluyen, dejan de comunicarse con otras personas, no comen, no beben, se vuelven incontinentes y acaban entubados, sin reaccionar siquiera ante estímulos dolorosos. En una mayoría de los casos, la recuperación llega cuando las autoridades suecas conceden a la familia el derecho de asilo, pero en ese proceso un paciente puede permanecer catatónico durante años.
Los refugiados enferman cuando se deniega el asilo a sus padres y se recuperan cuando se les concede
La explicación de lo que sucede en realidad no está clara, pero los médicos que conocen estos casos coinciden en que los pacientes no fingen. Y aunque por el momento este tipo de epidemia de apatía solo se ha dado en Suecia, expertos como Karl Sallin, del Instituto Karolinska, consideran que es un tipo de síndrome de conversión similar al Koro en el que el entorno cultural desempeña un papel muy relevante. En un estudio sobre el fenómeno publicado en 2016, Sallin planteaba que la aceptación por parte del sistema médico sueco de la relación directa entre la concesión o denegación del asilo y la enfermedad podría estar creando nuevos casos.
Como en el caso de Rob entre los aborígenes australianos, que consideraba que ser apuntado por un hueso era una sentencia de muerte, en parte porque esa creencia era compartida por casi todas las personas de su entorno, los jóvenes refugiados también pueden verse influidos por las creencias de la sociedad sueca y de sus médicos, que consideran la concesión del asilo la única cura del mal. “Podría ser que los migrantes que vienen de esas regiones comparten el mismo contexto, que compartan algunos rasgos biológicos que les haga más propensos, y también puede estar relacionado con que comparten traumas distintos de otros grupos de refugiados”, apunta Sallin. “Pero también puede influir que se comuniquen más entre ellos que con otros grupos, y que el primer caso de este trastorno se diese en esa comunidad y a partir de ahí se extendiese entre ellos”, añade.
Sallin plantea que la forma de afrontar la cuestión en Suecia es parte del problema. “Creo que al menos deberíamos plantearnos tratamientos alternativos a dedicarnos a esperar a que llegue una respuesta afirmativa a la demanda de asilo, porque mientras llega pueden pasar meses o años”, asevera. También se han dado casos en el que, pese a poder quedarse en Suecia, los enfermos nunca se recuperan del todo.
Una de esas alternativas, puesta en marcha por los responsables de Solsidan, un hogar de acogida para menores con problemas, ha sido aplicar un sistema de estimulación de los pacientes mientras esperan la llegada del permiso de asilo. Según Sallin, se ha puesto a prueba recientemente con 30 individuos, que en un principio recibieron esa estimulación de sus padres. Después de un tiempo, los responsables del trabajo vieron que los padres no eran capaces de llevar a cabo este programa, que consistía en hacerles sentir cosas con las manos, oler comida y en general intensificar su relación con el entorno. Eso hizo que durante dos meses se retirase a los padres la custodia de los menores y se les aplicase el tratamiento en un centro especializado. En ese tiempo, los síntomas revirtieron y los pacientes regresaron con sus familias. “Es un método interesante, porque enfoca el problema de una forma diferente, pero también es muy fuerte separar a los niños de sus familias”, señala Sallin. “Es un tratamiento prometedor, pero hay que hacer un seguimiento para comprobar que funciona”, remacha.
Suecia ha aceptado durante años a más refugiados per cápita que cualquier otro país europeo. Solo en 2014, aprobó 31.220 solicitudes de asilo. Con 4,5 veces más población, España ha acogido desde el inicio de la crisis a 1.980 personas. Ese entorno de generosidad hacia los extranjeros ha sido el escenario de un síndrome único, que no se ha observado ni entre los refugiados de otros países europeos ni en los países de origen de los pacientes suecos.
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