Gracias, pero no, gracias
Igual que dejamos de crecer en estatura, podemos dejar de aspirar a crecer en lo que nos dé la soberana gana
No he visto ni un minuto de la nueva edición de OT. Ni un capítulo de Stranger things. Creo que he escuchado Despacito una vez, de fondo en una hamburguesería. Reparé en que era Despacito porque quien me acompañaba empezó a cantarla y se nos colaron esperando mesa. Me habían advertido al respecto del poder alienante de la canción. No he visto ninguna de las películas nominadas a los Goya. Me da que cuando anuncien las candidatas a los Oscar me sucederá lo mismo.
¿De cuándo era Arrival? Creo que debe hacer como un año que no piso un cine y la última película entera que vi fue en un avión. Fue Arrival, por cierto. Me gustó mucho. Tampoco seguí el hilo de Manuel Bartual este verano, no me sé el nombre de ningún youtuber y mucho menos he visto la obra de ningún youtuber. De hecho, creo que me voy a desinstalar la app de YouTube del móvil, me molesta. No leí el primer libro de James Rhodes y puedo afirmar sin miedo a equivocarme que no leeré el segundo.
Nunca he comido una tostada de aguacate. El otro día me preguntaron si me gustaba el (¿la?) kale y tuve que entrar en Google Imágenes para comprobar si había ingerido yo jamás esa cosa. No solo descubrí que nunca lo había hecho, sino que confirmé que ni siquiera había visto esa ¿verdura? en mi vida. Me dijeron que debería probarla y me vino a la cabeza la desdichada lucha de mi abuelo durante mi infancia por que probara la morcilla y los mejillones. Aún hoy ambas cosas me dan un asco terrible. Me irrita sobremanera que cuando, por obligación o supervivencia –hay un mejillón en la mesa y me mira– me veo obligado a confesarle a alguien la repulsión que siento por semejantes bichos, este siempre me responda que me estoy perdiendo algo maravilloso, como si él supiera de mí más que yo mismo, que llevo soportándome toda la vida. No acepto consejos y tampoco los doy. Esto no es un elogio de la ignorancia, es una apología del desinterés.
Nunca he comido una tostada de aguacate. El otro día me preguntaron si me gustaba el (¿la?) kale y tuve que entrar en Google Imágenes para comprobar si había ingerido yo jamás esa cosa
Los que dicen que comen de todo mienten. Yo no como de todo. Y eso, al igual que todo lo narrado al principio, no hace que me sienta ni avergonzado, ni mucho menos orgulloso. Solo un imbécil sentiría algo de eso ante todo esto. Hay una cantidad cada vez mayor de gente que piensa que se debe probar cualquier cosa, que no se puede despreciar nada y que los prejuicios son tan nocivos como el orgullo. Son los mismos que dicen que todas las opiniones son respetables, supongo que porque son incapaces de tener una propia.
Dice la ontología que existe Dios porque existe la idea de Dios. Y dice la cosmología que existe el demonio porque existe gente que dice estas bobadas basadas en una serie de falacias tan extendidas y unánimes que empieza a resultar complicado transitar por este mundo si uno padece claustrofobia. Para empezar, un ser humano no tiene por qué estar constantemente desarrollándose. Del mismo modo que dejamos de crecer en estatura, podemos dejar de aspirar a crecer en lo que nos dé la soberana gana. Igual llega un momento en el que uno ya está bien con lo que tiene, con lo que sabe, con quienes le rodean.
Igual no querer probar algo no es un síntoma de conservadurismo ni de conformismo –existen tantos progresistas en lo retórico y retrógrados en lo esencial como votantes de Ciudadanos–, sino la prueba de que uno se conoce suficientemente como para saber qué le va a gustar y qué no. Ha costado demasiado armar el personaje para empezar ahora, a cuento de una mierda de reality o una tramposa serie de críos, a ponerlo en crisis.
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