El nuevo telón de acero
Estoy de acuerdo con que haya cárcel para los corruptos, pero para todos ellos
Como pasa con ciertas familias en las que es muy difícil saber si el ADN que heredan las siguientes generaciones es mejor o peor, América Latina tiene una relación con Estados Unidos casi genética en la que hay ciertas ventajas y ciertos inconvenientes. 2001 fue una oportunidad para que la América que no habla inglés viviera por primera vez en su historia sin la hegemonía de Estados Unidos.
Obama fue el primer presidente que no solo empezó a retirar tropas de las fracasadas guerras de Irak y Afganistán, sino que, además, reabrió todos los caminos y las espitas, cambiando los misiles y la fuerza económica por el diálogo y la complementariedad.
Sin ese ajuste, hubieran sido imposibles muchos acontecimientos, por ejemplo el proceso de paz en Colombia, ya que Obama no solo nombró un enviado especial para las negociaciones con las FARC, sino que su papel fue clave para asegurar a los líderes de la guerrilla que no serían extraditados a EE UU después de la firma por los crímenes que habían cometido.
Sin duda, EE UU fue un actor decisivo en ese proceso de paz que ahora es parte fundamental de las elecciones que se celebrarán en el país sudamericano el 27 de mayo. Pero, además, es conveniente no olvidar que el Plan Colombia —firmado en 1999 por Washington y Bogotá para terminar con el conflicto armado y articular una estrategia que solucionara el problema del narcotráfico— fue decisivo para llegar al punto en el que ahora están los colombianos.
Ahora, Donald Trump ha levantado un nuevo telón de acero entre el imperio del Norte y el resto de las Américas. El telón incluye a Canadá y desde México va penetrando y dividiendo a los demás países latinoamericanos con una intensidad nunca antes vista. En ese contexto es especialmente relevante el panorama de Brasil en la última semana. La ampliación de la condena de 9 años y un día, impuesta por el popular juez Moro al expresidente Lula da Silva, a 12 años y un mes por el delito de corrupción es una gran prueba de fuego que será decisiva en la construcción de las relaciones políticas brasileñas a partir de este momento. La decisión del tribunal de Porto Alegre ha roto además una de las reglas de oro que hasta ahora habían regido las relaciones entre los distintos poderes.
No es la primera vez que un Estado tiene que debatirse entre el poder de los jueces y el de los políticos. Pero la verdad es que resulta sorprendente que el delito de corrupción sea tan selectivo, o dicho de otra manera, que las mismas prácticas por las que Dilma Rousseff fue removida de su cargo como mandataria de Brasil hayan sido llevadas a cabo por sus antecesores sin consecuencia alguna.
La judicatura brasileña detonó la llamada Operación Java Lato, desvelando, por una parte, irregularidades en Petrobras como el desvío de fondos para beneficiar a partidos políticos y empresarios, y por otra, el “megaescándalo” Odebrecht. Y si bien es cierto que esas prácticas no afectaron solo al Partido de los Trabajadores, los principales perjudicados han sido este partido y, sobre todo, la era que inició Lula da Silva. Da la impresión de que la justicia sobre la corrupción tiene un destinatario muy específico y que hay una cierta parcialidad en la forma de tratar a Lula y de tratar, en el día a día, al actual inquilino del Palacio de Planalto: Michel Temer.
La corrupción es una epidemia y un flagelo que recorre el mundo entero, sin embargo, hay regiones como América Latina donde ese fenómeno destruye como si fuera el virus del ébola. Eso no significa que América del Norte esté limpia, significa que cuenta con más elementos que dificultan la masificación o la expansión de la epidemia. Se ha ido incrementando la presión social de los países hasta límites insospechados, y ahora, a pesar de que fueron muchos los que abandonaron a Lula y al PT, las encuestas lo perfilan como el hombre que, si hoy hubiera elecciones, sería el próximo presidente de Brasil por tercera vez.
Por eso es fundamental no politizar la justicia, ni judicializar la política hasta extremos que lleven a los pueblos a salidas que no sean pacíficas, ni expresadas a través de la voluntad popular. Estoy de acuerdo con que haya cárcel para los corruptos, pero para todos. No puede haber corruptos de derecha y corruptos de izquierda, y no puede ejercerse la brutalidad solo contra una parte del espectro.
Es difícil la situación en la que estamos. Primero, porque si la justicia comete el error de no ser imparcial, la sociedad puede percibirlo como una afrenta política y la única salida sería el estallido social. Segundo, porque sin una justicia que castigue y erradique la epidemia, los países de América Latina estarán condenados a la desaparición cívica.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.