El fin de la verdad
Trump se ha convertido en la prueba de fuego del sistema estadounidense
Hay una cosa peor que no tener libertad y es la libertad simulada. Hay una cosa peor que la mentira frente a la verdad y es la falsa verdad. Vivimos en una época en la que hemos confundido el conocimiento circunstancial y dirigido —es verdad que masificado— con las verdades explicadas y asumidas. Donald Trump se ha convertido en una figura emblemática del siglo XXI. Pero su victoria también es el fracaso de la verdad en el mundo moderno.
La capacidad de expresar en 140 o 280 caracteres la verdad de cada uno nos ha llevado a un juego donde discutir en las redes, ya sea el número de asistentes a la toma de posesión de Trump o los controvertidos premios Fake News, muestra no solo que estamos ante la presidencia más conflictiva y denigrante de la historia de Estados Unidos, sino también en el punto sin retorno de una sociedad en la que conviven varios fenómenos simultáneos: una mayor capacidad de expresión, la limitación que suponen las verdades no conocidas o conocidas a medias y ese monstruo que monopoliza la información personal llamado Facebook.
La red de Zuckerberg ha cumplido los sueños de Goebbels y Stalin. Es el gran canalizador de nuestra expresión política y social y un placebo para nuestras emociones y necesidades sentimentales. Ha sustituido el fracaso de las relaciones interpersonales y de muchas familias disfuncionales por un edén en un muro que da identidad y estabilidad emocional.
La última película de Steven Spielberg, The Post, nos permite conocer el proceso que desembocó desde la célebre declaración de Thomas Jefferson (“Prefiero periódicos sin gobierno a un gobierno sin periódicos”) en la lucha por conocer la verdad como elemento vertebrador de los medios de comunicación frente a los intentos de las dictaduras anteriores a Trump.
El filme relata cómo el Gobierno de EE UU engañó sistemáticamente a su pueblo, alterando la información sobre la guerra de Vietnam, desplegando, bajo el sacrosanto concepto de la seguridad nacional, una red de ocultación y de alteración de la verdad para que nadie supiera que esa guerra estaba perdida desde su inicio. En definitiva, el Gobierno estadounidense de entonces instauró una fake news o una verdad alternativa frente a la realidad desnuda que algunos periodistas y analistas terminaron por descubrir.
La película llega en un momento oportuno, no solo por las barbaridades de Trump, sino porque es necesario retomar en la memoria colectiva no solo la idea de que el pasado puede ser mejor que el presente o que la proyección del futuro, sino que, entregándonos a la ignorancia o confundiendo Wikipedia con la Enciclopedia Británica, estamos llegando a la formación de unas sociedades que, entre Facebook y la manipulación del poder mediante las mentiras o las fake news, nos llevan a vivir con el Gran Hermano de Orwell.
Así, Donald Trump hace que echemos de menos a Richard Nixon, el único presidente en la historia de EE UU que tuvo que dimitir por mentiroso, tramposo y porque, con su comportamiento en la Casa Blanca, ofendió y puso en peligro la identidad moral del país de la bandera de las barras y las estrellas. Trump se ha convertido en un problema universal, pero, sobre todo, se ha convertido para quien le rodea y le sostiene en la gran prueba de fuego del sistema estadounidense.
Estados Unidos ha tenido dos procesos de impeachment en su historia. El primero en 1868 contra Andrew Johnson, el presidente que sucedió a Abraham Lincoln, que no fue destituido porque, tras un juicio, el Senado le perdonó por un voto. Y el segundo, contra Bill Clinton en 1998 por el escándalo de Monica Lewinsky, un caso que también fue revocado por el Senado.
Con Nixon eso no fue necesario porque, sencillamente, renunció tras aquel adiós en agosto de 1974 desde el helicóptero de la presidencia, cuando las aspas lo estaban separando literalmente del césped de la Casa Blanca para que después su sucesor, Gerald Ford, terminara exonerándolo.
El imperio del Norte ha tenido últimamente muchos fallos. Sin embargo, hubo un tiempo en el que fue el líder del mundo libre y llegó a ser coherente en su conducta y sus principios, los que desde la Guerra de la Independencia hasta el 11-S le permitieron disfrutar de una cierta autoridad moral. Todo cambia, todo pasa. Washington sigue teniendo una gran capacidad de destrucción. Desde la perspectiva financiera, sigue siendo el líder mundial y, desde luego, es el país que mantiene la delantera tecnológica en el planeta. Pero todo eso forma parte de un mundo al que le falta un código ético capaz de regular su poder, que siempre ha consistido en el triunfo de la verdad sobre el engaño de los pueblos y también frente a los comportamientos políticos —sin importar el poder que uno tenga— que chocan con los principios fundadores de Estados Unidos.
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