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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Los payos damos miedo

Rosa Montero

Las condiciones de la comunidad gitana siguen siendo vergonzosas en España: sólo un 38% son asalariados y más de la mitad están excluidos de la sociedad.

TODOS LOS PUEBLOS tienen sus miserias particulares, su propia trastienda inconfesable. En España, ese rincón de iniquidad está ocupado por el miedo y el odio a los gitanos. En los 40 años que llevo publicando artículos de opinión, no ha habido una sola vez que haya escrito a favor de los romaníes que no haya recibido cartas violentas e insultantes, y supongo que ahora pasará lo mismo. Se trata de una repulsa feroz que viene de muy antiguo y que forma parte de nuestro inconsciente de aborrecimientos y temores. Y es también una cuestión clasista, desde luego (aporofobia, el miedo al pobre, como dice la filósofa Adela Cortina), porque la comunidad gitana en su conjunto vive en unas condiciones mucho peores que la media española: sólo un 38% son asalariados, es decir, trabajan por cuenta ajena, frente al 83% estatal; el 54% de los romaníes viven actualmente en condiciones de exclusión social severa, y el 18% en exclusión moderada; 9.000 familias gitanas residen en infraviviendas sin la más mínima habitabilidad, 2.000 de ellas en chabolas. Es una bolsa de colosal desamparo que debería abochornarnos. Una vergüenza en un país desarrollado de la UE.

A estas alturas un buen puñado de lectores ya me deben de haber escrito mentalmente sus airadas respuestas: “Es que son ellos los primeros que no quieren integrarse”. Es la respuesta tópica que se repite siempre. ¿De verdad lo creen así? ¿Ellos son distintos y por eso no hay manera de hacer nada? Eso sería sostener que, contra toda evidencia científica, existen etnias genéticamente diferentes e inferiores. Eso es racismo del más zafio. En España siempre hemos alardeado de no ser racistas, sobre todo cuando éramos una sociedad homogénea, antes de la llegada de los inmigrantes. Nos parecía horrible el racismo estadounidense contra los negros, porque el único negro que conocíamos era Sidney Poitier en las películas de Hollywood. No nos dábamos cuenta de que éramos y somos igual de racistas con los gitanos, y por las mismas razones: en Estados Unidos el prejuicio también lleva a considerar a los negros como delincuentes. Es fácil verlo así cuando todas las noticias negativas hacen hincapié en el hecho de que son negros (o gitanos). Y cuando se les mantiene en unas condiciones económicas, culturales y vitales indignas que obviamente no favorecen la inserción social y legal.

Se trata de una repulsa feroz que viene de muy antiguo y que forma parte de nuestro inconsciente de aborrecimientos y temores.

El pasado diciembre, la Fundación Secretariado Gitano lanzó una gran campaña contra la discriminación que durará varios meses. No digo que sea fácil, pero es necesario, es urgente acabar con esta situación de radical inequidad, y para ello hay que trabajar sobre todo con los jóvenes. Un 64% del alumnado gitano no termina la educación secundaria obligatoria: una tasa de fracaso escolar exorbitante. Y los niños de menos de 14 años tienen tres veces más caries (cuatro veces más las niñas) que la población infantil general.

¿Cómo vamos a pretender que se integren si los discriminamos constantemente? Lo sabe bien la abogada Sara Giménez (40 años), primera gitana licenciada en Derecho en Aragón y directora del Departamento de Igualdad de la Fundación. A los gitanos se les niega a menudo la vivienda (“me ha dicho el dueño que no alquile ni a moros ni a gitanos”) y el empleo (ofertas de trabajo que se evaporan misteriosamente cuando se enteran de que el solicitante es romaní). Se les impide el acceso a los lugares de ocio (“no entras porque contaminas el agua”, le dijeron a una mujer en una piscina). Y se los humilla de manera habitual: “Es eso de ir a un supermercado y que se te coloque el guardia de seguridad detrás y te siga por toda la tienda”, dice José Antonio Plantón, de 30 años, graduado en Turismo, experto en publicidad y máster en profesorado por la Universidad de Jaén. Llevan tan metido ese rechazo desde niños que se han acostumbrado a convivir con ello; durante un periodo de prueba en una empresa, José Antonio aguantó las burradas que decían sus compañeros contra los gitanos y calló que él lo era por temor a ser despedido. Y, según Sara, el 90% de las discriminaciones no son denunciadas. ¿Los payos les tenemos miedo a los gitanos? Pues debo informarles de que los gitanos nos tienen mucho más miedo a nosotros, y ellos con toda la razón. Ya va siendo hora de acabar con tanto sufrimiento innecesario.

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