Por qué es tan importante esta película para que no nos olvidemos del sida
'120 pulsaciones por minuto', de Robin Campillo, es una obra política, que también contiene una dolorosa y delicadísima historia de amor
París, principios de los años noventa. En las discotecas se bailaba a ritmo de Jimmy Somerville mientras François Mitterrand presidía la República. La epidemia de sida era ya una terrible realidad que asolaba no solo al colectivo gay, sino que poco a poco se iba introduciendo en todas las esferas de la sociedad. Pero el Gobierno continuaba dándole la espalda, las compañías farmacéuticas no se mostraban colaborativas ante los avances que se iban produciendo en el campo científico y todavía existían muchos prejuicios hacia los enfermos que se encontraban marcados y estigmatizados en una sociedad que necesitaba tomar urgentemente conciencia. El sida no era solo cosa de gays, prostitutas e inmigrantes, como quería dar a entender el sector más reaccionario de la población. Se había convertido en una cuestión de salud pública. Y había que tomar partido de manera urgente.
Así surgió a finales de los ochenta la asociación militante Act Up. Su misión, luchar desde diferentes frentes para llamar la atención sobre los peligros de la enfermedad, entre ellos, que el Estado creara medidas preventivas contra el sida, así como denunciar la marginación a la que se veía sometido el colectivo homosexual, el de las prostitutas o los inmigrantes por parte de la sociedad y la falsa moral burguesa.
Siempre tuvieron claro que la única vía posible para hacerse escuchar era la del activismo más indómito y la provocación. No era momento de sentarse solo a debatir, había que salir a la calle y emprender acciones que tuvieran una repercusión no solo mediática, sino también social. Por eso su campo de acción abarcaba desde la presión a las farmacéuticas hasta el intento de introducir en las escuelas un plan de educación sexual. Pasando, claro está, por las imprescindibles manifestaciones callejeras para reclamar una serie de derechos que hasta el momento se encontraban silenciados.
Por aquella época un joven Robin Campillo ingresaba en Act Up-París. No podía permanecer indiferente sobre lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Necesitaba información, saber de verdad qué estaba pasando, tomar partido y unirse a la causa. Era un momento de mucho miedo. Como él mismo ha declarado, la sensación en el ambiente era que todos iban a morir, que todos se infectarían, que nadie escaparía a la pandemia. Por eso la unión era tan importante.
Ese espíritu al mismo tiempo de guerrilla y de comunidad, de lucha y de camaradería está presente en 120 pulsaciones por minuto, que se estrena el próximo 19 de enero. La película en la que el director vierte todas sus experiencias de juventud no solo para narrar desde un punto de vista pretérito lo importantes que fueron los inicios de la lucha contra el sida sino para certificar que esa batalla todavía no ha terminado y que todas las reivindicaciones de antaño, siguen siendo necesarias en el presente.
120 pulsaciones por minuto es una película política. También contiene una dolorosa y delicadísima historia de amor. Y precisamente la película se mueve en torno a esas dos esferas, entre lo público y lo privado. Por una parte, encontramos los debates donde se reúnen los militantes de la asociación. En ellos se discute a modo de asamblea cada una de las acciones que pondrán en práctica. Algunos miembros son impetuosos, más revolucionarios, otros prefieren el diálogo. Pero en cada una de las sesiones que filma Robin Campillo se percibe la impetuosa entrega de todos los participantes unidos por una causa común.
Puede que a muchos espectadores les suene la forma que tiene de filmar Robin Campillo estos momentos, muy cercana al estilo documental que practicó Laurent Cantet en otra obra de contenido social y humano tan importante como era La clase (2008), ganadora de la Palma de Oro de Cannes. No es casual. Robin Campillo era el guionista de esa película. De esa y de todas las obras de Cantet a partir de la que sigue siendo su obra maestra El empleo del tiempo (2001).
Quizás por esa razón aborda con esa precisión las escenas de grupo, como si su cámara se encontrara escondida y se limitara a registrar de manera transparente lo que ocurre, al mismo tiempo que capta cada pequeño detalle de ese grupo humano que se mueve de manera orgánica ante nuestros ojos.
Pero además de mostrarnos a todos esos personajes en su faceta comprometida, también seguimos los pasos de un joven, Sean, que lleva más de diez años siendo seropositivo después de haber sido infectado por su profesor de matemáticas en su primera relación sexual. Sean es nuestro vehículo en la narración. Y a través de él, de los ojos de ese fantástico actor que es el argentino Nahuel Pérez Biscayart (lo vimos en la española Todos están muertos), nos adentramos en la rabia, en la frustración y el dolor que implica la enfermedad, pero también nos contagia con su espíritu, con su energía, con sus ganas de comerse la vida a cada segundo. Su fuerza y también su fragilidad lo impregnan todo. Y resulta emocionante la manera tan extremadamente pudorosa, alejada de todo afán exhibicionista, con la que Campillo nos introduce en su intimidad, en su parcela más privada, no solo cuando lo vemos hacer el amor y se entrega a su amante, sino cuando nos abre su corazón y accedemos a sus miedos, a sus zonas más recónditas, a sus experiencias y a su pasado.
Hay una constante pulsión entre vida y muerte a lo largo de toda la película. Los personajes son conscientes de que cada momento puede ser el último y deben aprovecharlo al máximo. Por eso bailan en las discotecas, en la cabalgata del Orgullo. Ríen, se besan. El tiempo es precioso y preciado. A veces en la película ese tiempo parece que avanza muy despacio. En otras ocasiones prácticamente se detiene. Pero al final, todo se desarrolla demasiado rápido. Como en una pesadilla.
Historias en primera persona
Han sido muchas las películas que han girado en torno al sida. Aunque hacía tiempo que una no lo abordaba de una forma tan didáctica y necesaria. Precisamente durante el momento en el que transcurre la acción, principios de los noventa, comenzaron a proliferar las historias que giraban en torno a la enfermedad. Muchas de ellas se encontraban inscritas dentro del queer cinema y continúan siendo icónicas, como es el caso de Poison de Todd Haynes. Y dentro del propio cine francés todavía resulta difícil de superar los niveles descarnados y perturbadores de Las noches salvajes, que dirigió y protagonizó Cyrill Collard sobre sus propias memorias antes de fallecer. En ellas hablaba de su enfermedad, pero también de su irresponsabilidad a la hora de transmitir a sus amantes el virus por no utilizar protección sabiendo que era portador.
"A principios de los noventa, comenzaron a proliferar las historias que giraban en torno a la enfermedad. Muchas de ellas se encontraban inscritas dentro del 'queer cinema' y continúan siendo icónicas, como es el caso de 'Poison' de Todd Haynes"
Era el año 1993. El mismo año en el que transcurre la película de Carla Simón que se ha convertido en la revelación de la temporada en nuestro cine. Se trata de otra obra de carácter experiencial. En ella la directora vierte los recuerdos que tiene de su infancia, cuando su madre falleció de sida y ella tuvo que adaptarse a una vida en la que fuera de su familia era tratada con un cierto temor. Tanto 120 pulsaciones por minuto como Las noches salvajes o Verano 1993 están contadas casi en primera persona. Quizás sea la única manera de acercarse a un tema que puede tratarse a través de la alegoría, como bien demostró Haynes, pero que adquiere verdadero sentido cuando se hace a través de la experiencia vital más íntima, tanto física como emocional.
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