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Columna
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La caducidad de las palabras

El uso de determinados conceptos te coloca en un lado del espectro y bloquea determinados debates

Ricardo Dudda
Jordi Turull (I) y Josep Rull (D) cantan los Segadors tras la lectura de una carta del expresidente, Carles Puigdemont, frente a la tumba de Francesc Macia (Montjuic), el pasado 25 de diciembre.
Jordi Turull (I) y Josep Rull (D) cantan los Segadors tras la lectura de una carta del expresidente, Carles Puigdemont, frente a la tumba de Francesc Macia (Montjuic), el pasado 25 de diciembre.EL PAÍS

Igual que los memes, algunos conceptos del debate público pierden rápidamente su efecto. Unos porque se usan de manera indiscriminada, especialmente en los medios, y su sentido se pierde entre exageraciones y generalizaciones (todo lo que no me gusta es posverdad o fake news). Otros porque los secuestran radicales y los estigmatizan. La corrección política, el populismo e incluso la libertad de expresión son conceptos que ha usado la derecha de manera tan despectiva y exagerada que la izquierda tiene cuidado a la hora de usarlos. Uno podría argumentar que precisamente no los usa por corrección política, pero es cierto que el lenguaje político está cargado de minas. El uso de determinados conceptos te coloca en un lado del espectro y bloquea determinados debates. ¿Cómo debatir sobre el populismo si consideramos populista cualquier demagogia, o lo usamos para negar la existencia de alternativas al statu quo?

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El lingüista John McWhorter afirma que los eufemismos son como la ropa interior: hay que cambiarla a menudo. Esto no siempre gusta. Los críticos con la corrección política siempre se quejan de la neolengua: ¿y ahora cómo dices que hay que llamar a los discapacitados? Esto ocurre porque los cambios de opinión y pensamiento son mucho más lentos que los cambios de palabras. “En una sociedad lingüísticamente madura”, afirma McWhorter, “deberíamos asumir que los conceptos que utilizamos para ayudarnos a avanzar en nuevas formas de pensamiento requieren de un recambio periódico.”

Sin embargo en el debate político, especialmente a partir de las redes sociales, saturamos o anulamos conceptos que son difíciles de reemplazar. La consecuencia es que dejamos de debatir sobre populismo, posverdad o nacionalismo porque son conceptos muy cargados simbólicamente.

Con el conflicto catalán ha surgido un debate entre democracia y ley, y entre legalidad y legitimidad. Hay quienes han defendido que la voluntad democrática del pueblo está por delante de las leyes. La defensa de la legalidad se ve como una la defensa del statu quo, un obstáculo para la democracia. Es exactamente lo contrario. Como afirma Manuel Toscano, profesor de filosofía moral en la Universidad de Málaga, “el imperio de la ley es un valor moral; mejor dicho, es un ideal ético-político acerca de cómo los hombres libres deben gobernarse.” Sin ley no hay democracia y, sin embargo, muchos nos volvemos un poco anarquistas cuando oímos hablar de ley. Suena a algo acartonado, poco atractivo y restrictivo.

Hay conceptos que siempre necesitan de un disclaimer, de matices que completen su sentido real, o el sentido que le quiere dar cada uno. ¿Diálogo cómo? ¿Libertad en qué sentido? ¿Democracia plebiscitaria y directa o representativa? Tiene razón Íñigo Errejón cuando afirma que el discurso es terreno de combate. Pero eso significa que las palabras son sus armas, algo exclusivamente instrumental. Es difícil explicar lo que describen esas palabras si las usamos solo para lanzarlas al adversario político.

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