El Congreso y los animales
La noticia de que los animales son “seres vivos” ha llegado al Congreso. Y nos alegramos. Giner de los Ríos fue más allá hace muchos años.
HAY NOTICIAS que llegan al Congreso español con cierto retraso. El reconocimiento del cambio climático se produjo cuando ya circulaban rumores de avistamientos de osos polares en Sanxenxo, donde veranea el presidente. Y se cuenta, con mucho sigilo, que en la Comisión de Secretos Oficiales, la vicepresidenta informó de que un científico inglés había desarrollado una teoría de evolución de las especies, según la cual podría existir un cierto parentesco entre algunos primates y el Homo sapiens, tras lo que rogó: “¡Esto que no salga de aquí, por favor!”. Pero la última noticia realmente sorprendente se produjo el pasado 12 de diciembre, cuando el Congreso aprobó por unanimidad, y cito textualmente, “considerar a los animales seres vivos y no cosas”.
Este acuerdo del Congreso ha sido acogido con cierto alivio, y no sin ironía, entre las comunidades animales y las personas no humanas: “Más vale tarde que nunca”. En serio, ¿cómo es posible que se haya mantenido durante tanto tiempo esa confusión, la consideración legal de los animales como simples “cosas”? La palabra “ley” está muy sacralizada. Pero hay leyes absurdas e injustas. Si se mantienen vigentes es por ignorancia o interés. O por una ignorancia interesada, voluntaria, que obtiene rentabilidad de esa injusticia. Y que no pocas veces disfraza la brutalidad con vistosas florituras culturales, apelando, por ejemplo, a la tradición. Pero las únicas tradiciones que valen la pena, como la risa transgresora del carnaval, son aquellas que liberamos de la jaula del conformismo.
“Hace 70.000 años, Homo sapiens era todavía un animal insignificante que se ocupaba de sus propias cosas en un rincón de África”, escribe Yuval Noah Harari en un libro que no necesita recomendación, Sapiens: De animales a dioses, pero que nadie debería perderse, empezando por los que van por la vida como dioses. Tras rastrear la descomunal aventura de la especie, y cartografiar el régimen de los sapiens en la Tierra, Harari introduce una pregunta que en toda su sencillez contiene una revolución óptica: “¿Hemos reducido la cantidad de sufrimiento en el mundo?”. Y esta es su respuesta: “Una y otra vez, un gran aumento del poder humano no mejoró necesariamente el bienestar de los sapiens individuales y por lo general causó una inmensa desgracia a otros animales”.
¿Cómo es posible que se haya mantenido durante tanto tiempo esa confusión, la consideración legal de los animales como simples “cosas”?
Esa “inmensa desgracia” causada a otros animales raramente figura en las historias humanas. Hay más información en el poema ‘Oficina y denuncia’, de Poeta en Nueva York, de García Lorca, que en todos los grandes tratados. Quienes ahondan en esa “inmensa desgracia”, y denuncian la vigencia del maltrato, la explotación y exterminio, tienen que afrontar no pocas veces un chantaje intelectual, eso que podríamos llamar el test de la ballena: ¿Por qué te preocupas tanto por las ballenas, habiendo tanta gente que lo pasa mal? Así que el acusado, si no quiere cortar la conversación, debe explicar que es un falso dilema. Pero este tipo cínico de interlocutor no suele darse por satisfecho. Y entonces te soltará que Hitler también era vegetariano y amaba a los animales.
Nuestro cínico, claro, ignora lo que sucedió con los animales en la época nazi. Entre las sucesivas imposiciones a los judíos, y que aparecen detalladas, por ejemplo, en los Diarios del filólogo Victor Klemperer, figura la prohibición de tener mascotas en casa. En versión de Esther Cohen, “perros, gatos y canarios corrieron la misma suerte que sus dueños”. Fueron llevados de las casas que habitaban para morir en centros de exterminio preparados para ellos: “Estas mascotas contaminadas por la sangre judía no podían ser recogidas por ninguna otra persona, su destino final no podía ser sino la muerte”.
Fue un episodio más, poco conocido, en la “inmensa desgracia”.
Sí, la noticia de que los animales son “seres vivos” ha llegado al Congreso. Y nos alegramos. Hace muchos años, el gran demócrata e ilustrado Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, fue bastante más allá que los actuales representantes del pueblo español. En 1874 publicó un ensayo fascinante: El alma de los animales. Demasiado avanzado para nuestros tiempos. Con suerte, podrían darle el Premio Nacional de Historia o Literatura, valorados en 20.000 euros. El Premio Nacional de Tauromaquia, nueva creación, tiene un importe de 30.000 euros. ¡Viva la cultura!
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