Cataluña, los sueños del futuro
El problema es que hay una sociedad dividida en objetivos no compartidos y en el territorio del enfrentamiento
El 21 de diciembre, cuando se cierren las urnas en Cataluña, no solo se habrán celebrado unas elecciones excepcionales mediante la aplicación de un mecanismo constitucional extraordinario como el artículo 155, sino que, además, habrá terminado una de las etapas más sorprendentes de los últimos 40 años de la historia de España.
Durante mucho tiempo, el ideal subconsciente de la independencia formó parte de las señas de identidad de los catalanes. Frente a eso, su célebre seny (sensatez) era el antídoto para los sueños de la locura.
Desde Rodríguez Zapatero hasta nuestros días, los distintos presidentes del Gobierno español han ido cometiendo errores en el tratamiento del problema catalán. Una y otra vez, el Tribunal Constitucional ha sido el escenario en el que se han juzgado los errores políticos, por exceso o por defecto.
Pero lo que empezó siendo un imposible fue tomando fuerza y, unido al fracaso creado por la crisis económica y a las secuelas de su aplicación en la Unión Europea, provocó el brote de una separación profunda —no solo la independencia, sino la incapacidad para convivir entre las propias familias— que terminó por perfilar dos Cataluñas. Una que prefiere tener un sueño, aunque culmine en el fracaso, y otra que no siente ninguna necesidad de romper el vínculo que tiene con España.
El daño está hecho. Y si bien es positivo que las principales democracias del mundo se hayan precipitado a respaldar al Estado español, no hay que ignorar que ese mismo Estado no tiene un problema de credibilidad externa, sino de estabilidad interna. Como decía Metternich, a los políticos les pagamos para que hagan el arte de lo posible, para que articulen fórmulas diplomáticas antes de desembocar en el otro camino llamado guerra.
Cataluña es mucho más que Cataluña y, si se llega a producir un empate entre independentistas y constitucionalistas, seguirá habiendo una realidad insalvable y el problema apenas habría empezado.
¿Podrá el bloque constitucionalista formar un Gobierno que permita la derogación del artículo 155? ¿Los independentistas habrán aprendido que el juego consiste en aprovechar las coyunturas internacionales para que no se les niegue la legitimidad de la consulta y el derecho a elegir si quieren o no ser españoles?
La tragedia excede el marco catalán y contagia a España, pero, además, resalta la ausencia de verdaderos estadistas y de dirigentes no solo con carisma, sino con ideas para articular una solución posible para hoy y una esperanza creíble para mañana.
Esa situación también representa el aniquilamiento del modelo económico y social porque, si bien se puede vivir extraordinaria y transitoriamente con la idea de que hay un territorio tan relevante en términos económicos como Cataluña que no quiere ser español, al final quien paga la cuenta es el Estado español.
De momento, el resultado económico de esta aventura es catastrófico para Cataluña y a corto plazo también lo será para España. El resultado político y social no es menos grave porque sea verdad que hubo un Gobierno que se atrevió a aplicar el peso de la ley, pero que fue incapaz de articular salidas políticas a un problema para el que no basta solo con acatar la legislación.
Hay que perder el miedo al miedo, y a estas alturas es más grave el efecto colateral de no atreverse a preguntar que atreverse a hacerlo. ¿Hubieran ganado los independentistas? Por lo que sabemos de las agendas secretas de los líderes, no. Y aunque hubieran ganado, ¿dónde hubieran ido?
Pero esto es, además, un buen ejemplo para Europa, no por Escocia, no por los hoy tan tranquilos Länder de Alemania o por los problemas de la Liga Norte en Italia, sino porque a la crisis de crecimiento, de modelo, de objetivo y de aspiración que tiene la nueva Unión Europea, se suman las costuras rotas del traje europeo. Los decepcionantes programas económicos y sociales han generado que Europa se reencuentre consigo misma y con una historia de separatismos.
Los jacobinos fueron clave en la construcción del modelo moral europeo y en la batalla contra los absolutismos. Pero ahora, una vez alcanzado el ideal democrático, superada la esperanza del mercado común europeo y destruido el paraguas de que la defensa occidental desalentaría a los militares de la tentación de dedicarse a las guerras civiles como en los últimos 300 años, tenemos las garantías de un tiempo que desapareció y adolecemos de un modelo que pueda amparar la ilusión futura.
El fracaso está servido, con independencia de que Ciudadanos o socialistas se sienten en la Generalitat, porque el problema es que hay una sociedad dividida en objetivos no compartidos y en el territorio del enfrentamiento civil y eso es algo que estará presente el 21 de diciembre, independientemente de quien resulte ganador.
No sé si España necesita cambiar mucho o poco su Constitución, pero lo que sí necesita es ser capaz de aceptar que los sueños viejos y cumplidos de la Transición exigen e imponen sueños que permitan un nuevo consenso social y civil que ya ha dejado de tener el país del milagro.
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