¿Es urgente reformar la Constitución?
El desempleo, la precarización del trabajo, la acogida de emigrantes, las pensiones, la financiación autonómica, la corrupción y el maltrato a las mujeres son problemas prioritarios. Para resolverlos no es necesario cambiar leyes fundamentales
El año próximo cumplirá 40 años la actual Constitución española, la novena en la historia de nuestro país, que nació para establecer un nuevo marco legal y de convivencia que sustituyera al que estuvo vigente durante los años del franquismo. Su fecundidad durante este tiempo ha sido difícilmente cuestionable, pero en los últimos días numerosas voces insisten en la necesidad de reformarla, porque lo consideran necesario para resolver problemas graves de nuestro país. En las páginas de este mismo diario se ha apuntado a menudo que España padece una triple crisis, socioeconómica, política y territorial, y que una reforma constitucional podría venir a paliarla.
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Sin embargo, comentando estos asuntos con algunos amigos nos preguntábamos si esto es así, si la reforma de la Constitución es prioritaria, o más valdría empezar por los problemas urgentes e importantes que pueden resolverse con los mimbres con los que ya contamos, no sea cosa que el bosque de la reforma posible oculte los árboles de las cuestiones más acuciantes. No sea cosa que olvidemos lo prioritario.
En efecto, según el CIS, la principal preocupación de los españoles, con toda razón, es el desempleo, muy sensible en todos los grupos de edad, pero especialmente en ese 40% de jóvenes que nunca han tenido un trabajo ni se les presentan perspectivas de tenerlo a corto plazo. El Informe FOESSA de 2017 denuncia que el 70% de los hogares no ha percibido los efectos de la recuperación económica, se han precarizado las condiciones de vida de los españoles, nos hemos resignado a la precariedad y a la cronicidad de la pobreza. Continuando con la enumeración, España no cumple sus compromisos de acoger a refugiados e inmigrantes, el maltrato a las mujeres no disminuye, al fondo de pensiones le queda dinero para una sola paga más, la financiación autonómica es enigmática, arbitraria e injusta, la corrupción sigue siendo una lacra de la vida política y la evidencia de que buena parte de los políticos busca el interés particular destruye la confianza y la credibilidad en ellos y en las instituciones.
La libertad, la solidaridad y la igualdad tienen que encarnarse en el patriotismo constitucional
Para resolver estos problemas prioritarios no es necesario reformar leyes fundamentales, sino algo obvio: intentar encarnar en la vida compartida los valores de la Constitución vigente, que incluyen la libertad, la solidaridad y la igualdad en un país configurado no solo como un Estado de derecho, sino también como un Estado social y democrático de derecho, es decir, como una democracia liberal-social.
Precisamente esos valores nos permitieron, después de los años del franquismo, poder asumir como país algo tan necesario como una identidad, inspirada en este caso en lo que se ha llamado “patriotismo constitucional”. Un término, acuñado por Sternberger, que fue difundido por Habermas cuando Alemania intentaba darse una peculiar identidad, que no podía construirse apelando a la narración nacionalista del Tercer Reich, pero sí recurriendo a la ilusionante narrativa del triunfo del Estado de derecho y de una cultura liberal.
Una identidad de este tipo no se construye partiendo de la nada, claro está, porque toda identidad política supone unas raíces, una historia compartida o varias historias compartidas y entrelazadas. Pero sí que transforma esas historias en algo nuevo al adherirse a los valores universalistas de la Constitución. Como es obvio, esta era también una excelente opción para una España que contaba con historias, narrativas y símbolos compartidos, y optaba por los valores universalistas de una Constitución democrática. Diferentes tendencias sociales y políticas podían confluir en esa identidad nueva.
Sin duda, el patriotismo constitucional tiene límites, entre ellos —según dicen algunos autores—, que incurre en abstinencia emocional, que no suscita las adhesiones emotivas requeridas por cualquier forma de patriotismo. Lo cual sería una deficiencia, de ser cierto, porque la dimensión afectiva, la experiencia emocional de un vínculo colectivo, es esencial. Sin una motivación moral, que impulse la adhesión al modelo político, la democracia no funciona adecuadamente. Por eso en los últimos tiempos se insiste en la necesidad de articular razón y emociones en la vida política, como apuntaba Marcus en The Sentimental Citizen (2002), recordaba Nussbaum en Emociones políticas (2013) y, más recientemente, Ignacio Morgado en Emociones corrosivas (2017). Si una sociedad democrática no trata de crear adhesiones también emocionales hacia sus principios, no es extraño que propuestas totalitarias o autoritarias, fuertemente emotivas, erosionen e incluso destruyan la democracia.
Una sociedad democrática también debe crear adhesiones emocionales hacia sus principios
No es fácil superar este obstáculo, pero para lograrlo podría servir una distinción, que se ha hecho en el mundo de las motivaciones cívicas, entre un compromiso primario y un compromiso derivado con la comunidad política. El compromiso primario es el que el ciudadano contrae directamente con la comunidad porque es la suya, ocurra en ella lo que ocurra. Es el compromiso propio del patriota nacionalista. Tiene la ventaja de asegurar la lealtad de quienes lo sienten así, pero también el inconveniente de ser acrítico con las malas actuaciones de la propia comunidad.
El compromiso derivado, por su parte, es el que el ciudadano contrae con su comunidad política, con su Estado, sobre todo porque le parece un instrumento eficaz para realizar valores y principios universales que él aprecia de forma primaria. En este caso, el ciudadano se siente perteneciente a su Estado, pero se identifica primariamente con los valores y principios éticos que el Estado puede ayudar a encarnar, y se adhiere a él de forma derivada. Lo mismo sucede en el caso de comunidades políticas supranacionales, como la Unión Europea, que generarían entonces un compromiso derivado.
Naturalmente, constatar que los valores de ese patriotismo constitucional no se encarnan en la vida diaria, que no se resuelven problemas prioritarios como los que mencionamos anteriormente, provoca una crisis socioeconómica y política y genera desafección. Y se puede reformar la Constitución, por supuesto, porque no hay ninguna ley que sea intocable, ni siquiera la fundamental, pero no es eso lo que llevará a superar la crisis.
En cuanto al problema territorial, lo urgente y lo importante es revisar el sistema de financiación para que cualquier ciudadano se sepa y sienta igualmente tratado en cualquier lugar de España. Al fin y al cabo, la igual dignidad de las personas y el trato igual constituyen la divisa progresista de la Ilustración.
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora de la Fundación ÉTNOR.
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