El ‘caso Campbell’, una sinfonía de horrores
La pena de muerte carece hoy de función social o reparadora; solo sirve para dramatizar escenas repulsivas, como la búsqueda de las venas del reo
Nosferatu, la bellísima película de Murnau, tiene un título más largo: Eine Symphonie des Grauens (Una sinfonía del horror). El caso del convicto Alva Campbell, condenado a muerte, que no pudo ser ejecutado la semana pasada en el correccional de Ohio porque los verdugos (el término, probablemente, sea excesivo; la logística de las ejecuciones está diseñada para que no haya culpables) no fueron capaces de encontrar al reo una vena por la que inyectarle la solución letal. Campbell tiene 69 años y durante 20 ha esperado su ejecución; padece cáncer de garganta, cáncer de próstata y neumonía aguda. Camina con andador, porta una bolsa de colostomía y necesita oxígeno para respirar casi continuamente. El esperpéntico simulacro de ejecución tuvo indigna continuidad. El gobernador del Estado, John Kasich, ha fijado una segunda fecha de ejecución para Campbell: el 5 de junio de 2019.
Nada más pertinente en este caso que el recuerdo de Nosferatu. Desde la fallida ejecución, Campbell se ha convertido de facto en un No Muerto. Como condenado a morir a fecha fija, será una persona habitada por la nada. Si es aficionado a la teología o a la filosofía, se preguntará quizá quién y por qué le ha dado 18 meses más de vida administrativa, con el oxígeno a cuestas y el andador obligatorio. La sinfonía de horror procede de la burla implícita a la dignidad del individuo —por más que sea el asesino de un joven de 18 años—, encadenado a una muerte diferida por la torpeza de un ejecutor. Nadie puede ser condenado a sufrir dos ejecuciones.
La pena de muerte en las democracias donde todavía se practica aparece como una punición teocrática, injustificada desde tiempos de Beccaria, nacida de la aceptación estólida del ojo por ojo enquistada en mentalidades ajenas a cualquier racionalidad. El argumento, muy extendido, de que la ejecución del homicida calma la ansiedad y el dolor de los familiares de las víctimas no es más que fango hipócrita. Resulta imposible conferir virtudes reparadoras a sentencias que se demoran durante 20 o más años. Lo que el ojo por ojo concede lo niega la maquinaria legal, dilatoria y paradójicamente cruel en su demora. A la muerte esperada se suma la propia espera, arbitraria e infamante tanto como la propia aniquilación.
Sin funciones sociales, sin virtudes analgésicas para las víctimas, la pena de muerte solo sirve hoy para dramatizar escenas repulsivas, como la búsqueda de las venas de Campbell. Basten dos ejemplos de crueldad contrahecha y ridículo involuntario, pero inevitable. A mediados del siglo XIX, Claude Moncharmont fue conducido a la guillotina entre gritos, lloros y forcejeos violentos. El fiscal le reconvino así: “¡Vamos, Montcharmont, sea usted razonable!”. De memoria desdichada en España fue la ejecución en abril de 1905 de Ramón Martín Castejón, uno de los asesinos del crimen de Don Benito. El verdugo de Cáceres practicó con tanta torpeza el agarrotamiento —no sabía que el reo tenía bocio— que la víctima gritó, insultó y maldijo al ejecutante durante media hora mientras suplicaba que pusiesen fin a sus sufrimientos. El horror.
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