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Columna
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Una palabra de la izquierda

La contención del secesionismo ya no es solo tarea exclusiva del centro y la derecha

Juan Claudio de Ramón
El secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, y la presidenta, Cristina Narbona, junto a Miquel Iceta, camino a la reunión del Comité Federal del partido.
El secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, y la presidenta, Cristina Narbona, junto a Miquel Iceta, camino a la reunión del Comité Federal del partido.ULY MARTIN

Uno de los acuerdos tácitos de la Transición estipulaba que el único nacionalismo censurable era el español. Se trataba de una actitud comprensible, equiparable a lo sucedido en otros países: las señas de identidad de las que regímenes fascistas habían abusado necesitaron también allí una estancia en el purgatorio (un amigo italiano me comentaba que la bandera italiana solo quedó rehabilitada tras la victoria de Italia en el Mundial de 1982). La anomalía española es que los años de expiación no terminaban. La exitosa España democrática vivía en un extraño estado de postración simbólica, más acusado cuanto más a la izquierda: no ya la ostensión de la bandera, sino la mera mención del nombre de España resultaba penosa para la izquierda. Esto no hubiera sido tan problemático, y hasta alguna ventaja habría traído, de no ser porque otros nacionalismos no solo eran legítimos, sino que comenzaron a ser obligatorios. Es más, en las comunidades autónomas el socialismo los asumió como propios: relato, rituales y lenguaje, la izquierda lo compró gradualmente todo.

Fue una pena. La izquierda no entendió que la Constitución española de 1978, con su diseño descentralizado, y su explícito amparo de la diversidad lingüística, permitía desarrollar por vez primera en España el discurso de una nación española cívica: el propio texto de la Carta Magna impide que desde el centro se imponga una identidad única, y ahí está el Instituto Cervantes dando clases de español, pero también de gallego, catalán y eusquera por el mundo. Lo que no pedía la Constitución era el olvido o menoscabo de la identidad común, extraordinario legado que es estúpido echar por la borda. Pero tal ha sido el programa apoyado por la izquierda. Culturalmente ha logrado que demandar una enseñanza bilingüe (la preferencia normal en quien desea conservar lo común y lo propio) parezca una idea de derechas. Políticamente, la hazaña es mayor: hacer pasar por progresista el derecho de autodeterminación de sociedades prósperas y libres, algo que, en puridad, deberíamos empezar a llamar derecho de autosegregación. Porque de eso se trata, de segregarse del cuerpo común de la ciudadanía. Ciudadanía que al hacerse inclusiva —la nuestra lo es— culmina el programa ideológico que llamamos democracia.

Por eso resulta tan significativo que un número creciente de ciudadanos de izquierda comiencen a desprenderse de los complejos que les impedían asumir como tarea propia la defensa de la España constitucional y apropiarse de sus signos. Algo ha cambiado estos días, y es posible que en adelante en España la contención del nacionalismo segregador ya no sea tarea exclusiva del centro y la derecha. Dado el enorme peso que tiene la izquierda en la educación sentimental de los españoles, quizá no sea exagerado decir, al modo evangélico, que una palabra de la izquierda bastará para sanarnos.

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